Cómo podía ser aquél un día soleado cuando su corazón le decía que el objeto de todas sus miradas, de todas las veces en que realmente estaba atento, se iba esa misma tarde. Era ese mes sin duda; aquél que le despedazaba el corazón y en donde se hundían las barcazas y estallaban las definitorias afrentas civiles. Se iba aquél pedazo de lo que le llamaba: pedazo de humanidad. Se iba su amor con patas, lo que amaba.
Le resultaba una ironía, un chiste cruel del destino como el de la ceguera bibliotecaria del genio argentino. Mucha luz para que todo se hiciera evidente, para que no quedara duda ninguna que eso era la realidad, la de verdad-verdad, en la que creemos que suceden todas las cosas cuando no hablamos de la realidad. Estaba pintado ese día soleado con todo detalle. Como si se cambiara la precisión de los pixeles, cada vez más pequeños, por el puntillismo; pero dejando el impacto fresco y gigante del olor a pintura vieja y su casi tangible textura. Caminaban sin tocarse. Y eso le dolía. Miraba las grietas del cemento en dirección al aeropuerto intentando conversar sobre arepas y frutas, noticias y política, paseos y amigos: temas aleatorios de fila de banco. Se daba cuenta así nada más de que todo lo que habían hecho hasta esas últimas horas amarillas y azules eran todo. (Se preguntaba el porqué se le iba lo que no debía)
Era irónico, sí, que ese día resplandeciente fuese el día en que se despedía.
Y se le fue en un avión.
De regreso, mientras se perdía entre la bruma de las personas más allá de la puerta de abordaje, no dejaba de repetirse: volverá. Volverá porque aquellos que pueden reir también en la distancia, son también quienes se encuentran de nuevo. O eso le gustaba creer tomándose el café de greca antes de coger el bus. Imaginaba las noches silenciosas que, en adelante, le aguardaban. Sabía que, de regreso a casa, sólo encontraría una cama vacía, sábanas que tomarían más tiempo en calentarse, menos comida entre sonrisas, menos una mano que toca, una boca que besa a quien desea, una casa sin el elemento que la llena.
"Seguro que sí. Volverá" Y recordaba, en medio del transporte público citadino cuando anochece y en medio de restaurantes y luces de ventanas con negocios, con señoras que algo venden y con señores que muy rápido caminan, con las manos metidas entre los bolsillos, todas las tardes juntos, todos los momentos de pulcro descanso que habían tenido.Y se sentía feliz.
Sabía finalmente que la vida al menos por unas semanas le había acariciado la espalda y, es que acaso: ¿no se necesita más para vivir que una fortuita sonrisa de la vida? Intentaba distraerse un poco escuchando música. Apretaba el botón ansioso como si en la siguiente canción fuera a escuchar su voz que le llamaba de vuelta. Cuán vagas le resultaban todas las canciones entre marimbas y cuerdas. Cuán lejanas.
Se levantaba el mismo polvo que levanta el viento precipitado cuando se dirige febril al horizonte. El tiempo, quería gritarlo, o ese tiempo en que habían estado juntos, sin duda, había volado como el águila. Ahora le vendría un poco más lento el pasar de las horas luego de un desayuno solitario y una tarde sin sus suspiros, como en la línea de quien se desacelera infinitamente.
De alguna manera, sin embargo, era feliz porque sabía que había sido feliz. Perder es ganar un poquito. "Que lo diga el de la pelota", lo mascullaba mordiéndose la comisura de los labios. Querer era también aceptar que se le fuera, se continuaba diciendo. Y eso lo aceptaba. El río de los sucesos, creía entender y creía creer, en un instante, en el resplandor de la estrella que explota, se aceleraría: el momento cristalino cuando estuviera nuevamente a su lado.
El olor de la humedad gris de la ciudad fue para su cuerpo el siguiente día.
Acciones
Cómo le faltaban palabras, cómo le faltaba articular correctamente todos los músculos de la boca para poder insultarlo. Quería irse. Se levantó molesta del comedor blanco luego de preguntarle con el cigarrillo prendido y la colilla muy larga, cruzada de piernas aprisionando la punta del pie que tambalea sobre el piso. ¿Lo hiciste? Fue la pregunta. Él estaba mudo mirando con los ojos de cristal de los muñecos. Ella, perdida en el uso de las cuerdas vocales, olvidaba su lengua, el Inglés de medio pelo que había aprendido, los números en Francés. No sabía ya bien cómo respirar por la boca, cómo escupir. ¿Lo hiciste? Le preguntó nuevamente. Silencio.
Con eso le bastó para saberlo. El vacío de esa noche y de ese momento luego de tantas horas de espera, de tantos cigarrillos fumados, del café medio servido en todos los rincones, las sillas sin cuadrar, la ansiedad de quien olvida abrir la ventana para que salga el humo, un piso que se ha caminado sin parar, las lágrimas, el maquillaje corrido por el miedo y la indignación, no podían ser sino augurio de lo inevitable. De saber que el futuro sólo vendría con cuestionamientos morales y pesadillas. Con miedos abstractos y persecuciones aparentes. Que la vida no sería ya la misma que algún día fue.
Respiraba con rapidez. Sabía que no había manera de volver atrás. Se mordía los labios sin poder determinar si estaba molesta con él o con ella o con el maldito ilegible destino que los había llevado a una situación semejante. Miraba de reojo las dos maletas negras que habían comprado el día anterior llenas de afán y que estaban mal cerradas. No quedaba mucho más tiempo. No había tiempo de molestarse o preguntase si había sido lo correcto pedirle a él, a ese pedazo de hombre que tanto daño le había hecho y que tanto la amaba, que se encargara de llevar a cabo el último toque de esa parafernalia que habían creado para huir.
Había reservado dinero en efectivo tanto en dólares como en pesos, tenía sus tarjetas de crédito disponibles, dos tiquetes comprados hacia el Pacífico. Todo estaba en orden, parecía. El miedo podía más. El temor a ser descubierta y no saber cómo responder a su familia, a su esposo, a sus hijos sobre el móvil de semejante aventura. Miró por la ventana el edificio enfrente. La luz amarilla del poste de luz eléctrica entraba por uno de los costados. El vigilante dormitaba. La calle inclinada hacia el Oeste apenas tenía ya dos carros parqueados. Eran las dos de la mañana y habían transcurrido quince horas. Llevaba quince horas esperando. Finalmente, él había llegado y la miraba sin mirar. Estaba sentado frente a ella con esa pequeña barriga aprisionada entre el pantalón y los muslos como de quien, en vez de sentarse, se desparrama en la silla. Le miró el pelo. Las manos. Su callado pero evidente nerviosismo. Había sudado mucho. Se veía el rostro resplandeciente y un par de gotas aún bajando por entre las sienes. Lo odiaba profundamente. Odiaba su estupidez al hablar, su timidez al mirar, su tonta manera de tocarla y comérsela. No soportaba sus ronquidos ni su risa. Pero él la amaba o, cuando menos, lo suficiente para seguirla. Para hacer él lo que ella jamás creía poder.
Respiró nuevamente y volvió a sentarse. Lo miró de frente queriendo leer sus pupilas como una revista de súper mercado. Empezó a abrir la boca lentamente y le preguntó nuevamente: ¿lo hiciste?
Él sólo pudo mover una rodilla en la dirección contraria a la mano de ella, mirando el piso y con los brazos sueltos a cada lado: no, no lo hice.
Con eso le bastó para saberlo. El vacío de esa noche y de ese momento luego de tantas horas de espera, de tantos cigarrillos fumados, del café medio servido en todos los rincones, las sillas sin cuadrar, la ansiedad de quien olvida abrir la ventana para que salga el humo, un piso que se ha caminado sin parar, las lágrimas, el maquillaje corrido por el miedo y la indignación, no podían ser sino augurio de lo inevitable. De saber que el futuro sólo vendría con cuestionamientos morales y pesadillas. Con miedos abstractos y persecuciones aparentes. Que la vida no sería ya la misma que algún día fue.
Respiraba con rapidez. Sabía que no había manera de volver atrás. Se mordía los labios sin poder determinar si estaba molesta con él o con ella o con el maldito ilegible destino que los había llevado a una situación semejante. Miraba de reojo las dos maletas negras que habían comprado el día anterior llenas de afán y que estaban mal cerradas. No quedaba mucho más tiempo. No había tiempo de molestarse o preguntase si había sido lo correcto pedirle a él, a ese pedazo de hombre que tanto daño le había hecho y que tanto la amaba, que se encargara de llevar a cabo el último toque de esa parafernalia que habían creado para huir.
Había reservado dinero en efectivo tanto en dólares como en pesos, tenía sus tarjetas de crédito disponibles, dos tiquetes comprados hacia el Pacífico. Todo estaba en orden, parecía. El miedo podía más. El temor a ser descubierta y no saber cómo responder a su familia, a su esposo, a sus hijos sobre el móvil de semejante aventura. Miró por la ventana el edificio enfrente. La luz amarilla del poste de luz eléctrica entraba por uno de los costados. El vigilante dormitaba. La calle inclinada hacia el Oeste apenas tenía ya dos carros parqueados. Eran las dos de la mañana y habían transcurrido quince horas. Llevaba quince horas esperando. Finalmente, él había llegado y la miraba sin mirar. Estaba sentado frente a ella con esa pequeña barriga aprisionada entre el pantalón y los muslos como de quien, en vez de sentarse, se desparrama en la silla. Le miró el pelo. Las manos. Su callado pero evidente nerviosismo. Había sudado mucho. Se veía el rostro resplandeciente y un par de gotas aún bajando por entre las sienes. Lo odiaba profundamente. Odiaba su estupidez al hablar, su timidez al mirar, su tonta manera de tocarla y comérsela. No soportaba sus ronquidos ni su risa. Pero él la amaba o, cuando menos, lo suficiente para seguirla. Para hacer él lo que ella jamás creía poder.
Respiró nuevamente y volvió a sentarse. Lo miró de frente queriendo leer sus pupilas como una revista de súper mercado. Empezó a abrir la boca lentamente y le preguntó nuevamente: ¿lo hiciste?
Él sólo pudo mover una rodilla en la dirección contraria a la mano de ella, mirando el piso y con los brazos sueltos a cada lado: no, no lo hice.
Vivo el campo.
¿Dónde están? ¡Aquí! ¡Aquí! ¿En dónde que no los veo? ¡Aquí! ¡Aquí!
En dónde, carajo. Que no veo nada y apenas si las escucho. Ustedes parecen esos fantasmas de la maleza que entre más cerca se oyen, más lejos están. No se me pierdan que necesito de sus bocas y cabezas para pensarme. No me he mirado en tantos días...
¿Cuánto dura un día? No he visto ni siquiera el reflejo de mi cuerpo sin extremidades en una pupila. ¿Cómo se encuentran ustedes cuando se necesitan? Yo no sé ya ni el camino de regreso a mi casa. Todo está tan nublado y el camino que creo verlo amarillo perdiéndonse entre esas rejas de madera allá a lo lejos detrás de ese inmenso árbol verde que ¿me mira?
Creo verlo caminar. Dios, Dios. ¡Veo caminar un árbol! No puede ser que ustedes que me gritan "¡Aquí! ¡Aquí!" sean estas flores que sonríen con dos ojos, uno azul y otro morado, y bocas armadas de pedazos de zanahoria y unos bracitos diminutos que no son más que hojas verdes.
No, por favor. No. No se cojan de las manos entrelazando los dedos. No se saboreen. ¿Están cantando acaso? No me digan. ¡Cállense! ¡Cállense!
No quiero mirar la vaca. Está con esa capa roja y un tenedor ardiente en ese rincón junto al bebedero donde la gata habla dormida. ¿Es eso alemán? Y creo que la gallina está molesta y con toda razón. No hace sino darle de codazos y hacer esos sonidos de queja como los que la gente vieja hace por indignación. Pobre. Mañana va a tener un día de trabajo extenuante pujando huevos de ocho a cinco y haciendo cuclillas sin parar. Y con eso que la cafetera se dañó...
El pasto suena mientras lo piso. Se queja, de hecho. No es una onomatopeya del zapato que aprisiona la pradera. No. Le duele. Dice ay, ay, ay cuando piso una vez y la segunda y la tercera. ¿La tierra? ¿Es esta tierra la que se me sube por entre las piernas?
No puedo moverme. Se me han atascado las piernas hundidas en esta especie de fantasía que veo tan real, tan ahora, tan coherente con los cristales que brotan de mis ojos. Sudo cerveza. Moja las fibras de cabuya que desparramadas por mi frente hacen mi cabello. O mi caballo. ¿Son estas patas de caballo? Bien pueden ser pezuñas.
No veo bien. Bien que sí veo lo que no sé si debería ver o debería verme aun cuando es inerte. El río suena. El agua que cae simplemente suena. ¿En dónde están? ¡Aquí! ¡Aquí!
Ya tengo miedo de esta botella. Está completa y está abierta.
En dónde, carajo. Que no veo nada y apenas si las escucho. Ustedes parecen esos fantasmas de la maleza que entre más cerca se oyen, más lejos están. No se me pierdan que necesito de sus bocas y cabezas para pensarme. No me he mirado en tantos días...
¿Cuánto dura un día? No he visto ni siquiera el reflejo de mi cuerpo sin extremidades en una pupila. ¿Cómo se encuentran ustedes cuando se necesitan? Yo no sé ya ni el camino de regreso a mi casa. Todo está tan nublado y el camino que creo verlo amarillo perdiéndonse entre esas rejas de madera allá a lo lejos detrás de ese inmenso árbol verde que ¿me mira?
Creo verlo caminar. Dios, Dios. ¡Veo caminar un árbol! No puede ser que ustedes que me gritan "¡Aquí! ¡Aquí!" sean estas flores que sonríen con dos ojos, uno azul y otro morado, y bocas armadas de pedazos de zanahoria y unos bracitos diminutos que no son más que hojas verdes.
No, por favor. No. No se cojan de las manos entrelazando los dedos. No se saboreen. ¿Están cantando acaso? No me digan. ¡Cállense! ¡Cállense!
No quiero mirar la vaca. Está con esa capa roja y un tenedor ardiente en ese rincón junto al bebedero donde la gata habla dormida. ¿Es eso alemán? Y creo que la gallina está molesta y con toda razón. No hace sino darle de codazos y hacer esos sonidos de queja como los que la gente vieja hace por indignación. Pobre. Mañana va a tener un día de trabajo extenuante pujando huevos de ocho a cinco y haciendo cuclillas sin parar. Y con eso que la cafetera se dañó...
El pasto suena mientras lo piso. Se queja, de hecho. No es una onomatopeya del zapato que aprisiona la pradera. No. Le duele. Dice ay, ay, ay cuando piso una vez y la segunda y la tercera. ¿La tierra? ¿Es esta tierra la que se me sube por entre las piernas?
No puedo moverme. Se me han atascado las piernas hundidas en esta especie de fantasía que veo tan real, tan ahora, tan coherente con los cristales que brotan de mis ojos. Sudo cerveza. Moja las fibras de cabuya que desparramadas por mi frente hacen mi cabello. O mi caballo. ¿Son estas patas de caballo? Bien pueden ser pezuñas.
No veo bien. Bien que sí veo lo que no sé si debería ver o debería verme aun cuando es inerte. El río suena. El agua que cae simplemente suena. ¿En dónde están? ¡Aquí! ¡Aquí!
Ya tengo miedo de esta botella. Está completa y está abierta.
Pestaña.
No, señora. No. No se trata de cómo usted me ha hablado durante todas estas tardes de filas y gente amontonada esperando ser llamada. No se trata de su manera absurda de combinar las faldas con las blusas y ese bolso negro que siempre trae y que seguro lo compró en algún almacén barato de ropa usada y de pésima calidad, ni tampoco de que su voz ya carezca de la mínima explosión de vida luego de tantos años de llamar por nombre con el micrófono a personas que no conoce entre las ocho y las seis de la tarde. No, no se trata de eso. No se trata de que yo me monto en el bus durante dos horas para bajarme y esperar media hora más por el tercer bus en donde siempre me toca de pie mientras pasamos por calles sin pavimento llenas de baches, metidos a la fuerza como un vagón lleno de judíos, en un calor insoportable y con el registro más amplio de olores que jamás una nariz haya percibido, ni que vengo apenas con lo del desayuno pues a las tres de la mañana ningún ser humano normal tiene hambre ni mucho menos de que la comida que venden acá la cobran como si fuese la última cuando apenas si es un pedazo de pastel de papa con una única papa vieja de las últimas que venden en las plazas llena de tierra y huecos negros y un café reutilizado hasta el cansacio y que no parece más que el tinte para una acuarela. Tampoco se trata de que la desesperación de toda esta gente se traduce en gritos y manifestaciones y quejas y señoras sentadas unas tras otras detallando cada una de sus vidas y padeceres y sus hijos y sus maridos que beben mucho y hacen nada y sus hijos ya grandes y sin trabajo con dos mujeres embarazadas y señores sentados unos tras otros comentando las caderas de la que pasa, las tetas de la que ya pasó, el culo de la que viene y las últimas infidencias de los partidos de fútbol en esas canchas de grama tristemente verde ni los sonidos de celulares que recrean en apenas pocos segundos el merengue, las baladas, los cantos y hasta gritos de animales o simulaciones de conversación sonando todos al mismo tiempo y contestántose todos al mismo tiempo mientras se ponen de pie creyéndose importantes y caminando de un lado a otro empujando y pisando al resto que también habla y se queja y grita y llora con todos esos niños pequeños y sus mami tengo hambre, mami mira esto, mami quiero ir al baño, no se tire al suelo, no se arrastre, no moleste, cállese. No.
No se trata de todo eso. Se trata de que cuando finalmente me siento frente a usted, usted no me mira a los ojos.
No se trata de todo eso. Se trata de que cuando finalmente me siento frente a usted, usted no me mira a los ojos.
La pereza hambrienta
Con la cara del arroz con huevo.
Con la tristeza de un aguacate sin su queso.
Con la reacción tardía y celosa de los fríjoles rojos frente a los negros por su plátano frito.
Con las ganas de saber qué es lo que no se me da cuando la alcachofa abajo termine de preparse.
Con la felicidad fugaz del vino barato que se bebe confundido entre los buenos y no tan dulces ni amargos.
Con pantalones cortos y con chanclas.
Aveces con barba y sin camiseta.
Conforme pasa el hambre, pasa el sueño que se amaña. Se hacen más pesadas las cobijas enredadas por las artes marciales de mi adormecido cuerpo. Bostezo esta noche tragándome sus sombras y sus muros. Singular es la singularidad que se agita con el vaho que entra.
La felicidad, la más pura, asoma en la última hora. Donde la pasividad es infinita y soy un lucero que apenas si titila en el universo que se sale por la ventana.
Hace falta para esta, mi espalda, una cuchara que alimente parte el frío, parte el antojo. De la boca hambrienta de quien ronca y sopla. De ese pedazo de humanidad que entre labios habla.
¡Qué hambre de ti! ¡Qué hambre!
Con la tristeza de un aguacate sin su queso.
Con la reacción tardía y celosa de los fríjoles rojos frente a los negros por su plátano frito.
Con las ganas de saber qué es lo que no se me da cuando la alcachofa abajo termine de preparse.
Con la felicidad fugaz del vino barato que se bebe confundido entre los buenos y no tan dulces ni amargos.
Con pantalones cortos y con chanclas.
Aveces con barba y sin camiseta.
Conforme pasa el hambre, pasa el sueño que se amaña. Se hacen más pesadas las cobijas enredadas por las artes marciales de mi adormecido cuerpo. Bostezo esta noche tragándome sus sombras y sus muros. Singular es la singularidad que se agita con el vaho que entra.
La felicidad, la más pura, asoma en la última hora. Donde la pasividad es infinita y soy un lucero que apenas si titila en el universo que se sale por la ventana.
Hace falta para esta, mi espalda, una cuchara que alimente parte el frío, parte el antojo. De la boca hambrienta de quien ronca y sopla. De ese pedazo de humanidad que entre labios habla.
¡Qué hambre de ti! ¡Qué hambre!
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