La pasa.


Érase una vez una pasa.

¿Y qué pasa con la pasa?

Pasa que un día que iba de paso por el paso al otro lado, pasó que la pasa no pudo pasar. ¡Qué pasa! gritó la pasa. Y el paso le dijo, pasa que eres una pasa y las pasas no pasan.

¿Por qué yo una pasa no he de pasar? Preguntó.

Y el paso le respondió a la pasa: porque para que una pasa pase debes dar pasos sobre mí: el paso. Y tú no sabes caminar.

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La sopa.


Los incendios que se vienen cojos a mi encuentro, apenas si pueden arrastrarse en sus llamas, en las cenizas que dejan por ahí. El calor cocina mis ojos y hierve mis lágrimas.

Las calles son las ollas de una sopa de gente y perros y gatos, insectos y aves. El cucharón que baila invisible nos agita al ritmo de la sazón universal. Nos salan estrellas fortuitas, pedazos de roca que caen.

Y ya nos sirven humeantes en este plato azul. En esta bóveda celeste con asas blancas.

El comedor está listo y el comensal se alista. Listo un pollo, listo el pollo, listo un pescado, lista la papa, listo un maduro, listo el señor.

Yo me unto en mi jugo y me ensalzo y me hundo para saber mejor.

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