Por manadas.
Llegamos con la espera presumida en los ojos. Como perros con hambre ya cerca al plato, como tortugas recién paridas al mundo de la migración. La arena no era fría y apacible. El sol quemaba todas las yemas y se perdían derritiéndose los cristales de cada una de sus historias. Seis horas de infamia y hasta de risas. Seis horas de silencios y cavilaciones. De adormilaciones y bostezos en un cuarto enorme con sardinas apretujadas. Horas que se fueron en sentirse reflejado en las cabezas que asentían y confirmaban el tedio en la espera. Rostros que se sentaron de este lado porque los del otro controlaban el universo del día. Seis horas de plegarias a un santo invisible, a una agilidad inesperada, a un giro de la suerte por un sello innecesario, por la entrada validada al desierto y a la mar.
Unos se quejaban de quien enfrente se sentaba. Otros de quien faltaba por sentarse. ¡Falta uno! ¡Que la saquen a ella! Aturdidos todos los cuerpos por el hambre y el olor de empanadas y café vendiéndose a la salida. Preparaciones que azuzaban todas las fosas y sus narices. Simples suspiros que en el horizonte sólo aquellos, con las monedas suficientes para no descompletar el bus amarillo del amancer, pudieron comprar.
Pocos habían dormido bien.
Y así se fue un día. En la claustrofobia de quien pide y en la frustración de quien todos los días debe ir a dar lo que le dijeron que diera. Depositarios de vaivenes lejanos. Garrafones de agua de lluvia o de florero que un aparato estatal perpetuado en las rayas y las puertas prestó.
Nadie es culpable. Sólo la utopía.