Olla en el fogón.

No quedaban en la bolsa más marañones. ¿Qué hacer? ¿En dónde podría y a esa hora conseguir nueces para el pesto? Ella llegaría en media hora y él estaba aún intentando sacar con un tenedor los pedazos que estaban atrapados en la licuadora. El horno a punto, la paila sobre el fuego a punto, el vino blanco ya en la nevera tomando tono y frescura. Condones en el lugar adecuado, lubricante en el rincón justo. Una lista de música pensada con detalle para avivar el sí. Ropa elegante, un poco holgada para disimular la incipiente barriga y sobretodo fácil de quitar.
Decidió entonces ir a la tienda que quedaba a la vuelta. Eran dos cuadras y media. Cuatro minutos más o menos. ¿Y el fuego que ardía en las ollas? Todo cuadraba al parecer. Había el tiempo justo Se puso el saco de domingo, los primeros zapatos que encontró y salió del apartamento. Eran tres llaves, claro. Una para la puerta, otra para la reja de la puerta y otra para la reja del patio que tenía, como protección, un candado. En par voliones hizo todo, llegó al pequeño mercado y consiguió, menos mal, las tres bolsitas que necesitaba. Pagó, dio las gracias a Doña Mery -la de la tienda- y se devolvió casi corriendo, del mismo modo en que lo haría trotando en la mañana mientras le daba vueltas al parque. Finalmente, en frente de su casa, respirando a medias (la falta de ejercicio, ustedes saben), buscó azarado y afandísimo cómo abrir el dichoso y oxidado candado. Primero, una mano en el bolsillo derecho en donde usualmente guardaba las llaves. Nada. Segunda opción: en el otro bolsillo podría ser ya que no había llevado en ese afán el celular y siempre lo ponía en el izquierdo. Nada. ¿En el buso? No tenía espacio ninguno, hueco ninguno, sólo vejez, sólo dejadez. Sólo mugre. No había nada qué hacer. Miró al cielo suspirando levemente. Había olvidado dentro las llaves.