Un día llamé y contesté mi llamada. O eso creí.
Escuché una voz que decía: buenas tardes, ¿en qué puedo servirle?
Y era yo quien hablaba. Me escuché a mí mismo y sólo yo, el que escuchaba, sabía que al otro lado de la línea estaba igualmente yo. Yo mismo por dos.
Uno, el que escuchaba que es ahora el que escribe. Otro, el que hablaba ofreciéndome un servicio y que ahora ignora que tiene un igual que es él mismo. Ahora sí que le tengo miedo al ahora.
En el primer minuto no pude articular una frase coherente. El impacto era mucho. El miedo. El verme en un espejo sin imagen pero sí con sonido.
De nuevo: buenas tardes, ¿en qué puedo servirle? ¿Aló?
Me temblaba la voz. Mi existencia misma se estaba enfrentando a que uno más uno es uno. Sin romance, sin corazones rojos ni regalos con chocolate.
Musité: necesito esto, necesito aquello. ¿Podría usted (es decir: yo) ayudarme?
Claro señor Felipe, permítame un segundo.
Necesitaba colaboración con algo relacionado a mi cuenta bancaria. Ahora necesito terapia, droga, licor, algo. Ayuda con mi existencia. No tiene sentido existir en otro lado y con otro trabajo. Seguro es más exitoso, más atractivo, más interesante, mucho más alto.
Vi la luz pero no al final del túnel. No. La vi estando al lado de la lámpara. Del mismísimo sitio en donde se produce.
Que canten los ángeles. Que alisten los tridentes. Yo ya me morí.