Lo miraba entre ojos mientras él hablaba por teléfono con su familia. Se escuchaba de fondo ¡aló! ¡mamá! y sólo podía suspirar apenas entrecortádamente y tomar agua con el dolor en la garganta por ese puño de pensamientos que le aprisionaban las amígdalas y lo dejaban respirando a medias. "Hoy, no sé, hoy otra vez me invade ese miedo por él. Ese susto porque un día tome un taxi y se vaya entre golpes y amenazas a los rincones perdidos de colinas verdes y casas de madera en donde sólo la desolación aguarda y las ganas de gritar agarrándose la cara y llorar la indignación de la desgracia y la pérdida de toda fortuna. ¿Qué es más de temer que evidenciar cuán frágiles somos, cuánto daño nos pueden hacer, cuánto pueden herirnos? Lo escucho de fondo reírse sin saber todo lo que puede pasarle y sin saber que yo no puedo hacer nada ni advertirle ni protergerle. Que su cuerpo es dueño de ese río que lleva a quién sabe dónde y con quién sabe quién. A un desierto infinito en donde el calor deshidrata todos los sueños e inunda de arena todas las fosas nasales. ¿Qué habré de decir si un día pasa todo esto que me aterroriza a la ropa que dejó, al café que quedó sin preparar, a las puertas que no cerró? ¿Qué habré de decir los días en que no pase y en los que yo me ahogo de pánico y certeza?"