En los míos.

No es lo que yo haría si estuviera en tu misma situación. Es lo que deberías decirme cuando lo esté. Por eso te lo digo.

El cuarto de al fondo.

Cuan callada suena al fondo la noche. Cómo se va el ruido de las motos y el bus verde que siempre espera vacío en la esquina. Mojada su superfice en el reflejo del poste de luz que a medias traza su sombra. Pasa esta hora como pasa la huella de un mañana en silencio. Y salpican, saltan. Corren las brumas y la espuma entre los dedos de quienes pagan con billetes los cigarrillos y los dulces. Se desparraman los racimos de los árboles ficticios, de entre tiendas y señoras gordas en chanclas y sillas rojas de plástico y frío y bufandas. El silbido que sale de una boca incierta llama a un suspiro mío y a un beso tuyo.

El número por 2.

La verdad estaba en ese archivo. Todas las personas que bajo su yugo habían caído, todas las historias inventadas, todas esas pantominas y esas cortinas de humo, que eran de hierro. Sabía que sólo debía encontrarse ese pequeño dispositivo que acumulaba un historial macabro de gritos y opresiones.
Se hizo un matemático primerizo para sobrellevar la carga de no encontrar una clave perfecta que sólo él pudiese saber y conocer. A través de una serie de mecanismos intentaba obtener una distribución adecuada de letras, números y símbolos que le permitieran sólo a él acceder al contenido.
Había sido sistemático y decidió armarse de toda la academia que pudo.
Carpetas de fotografías y videos acumulados de ya varias décadas de actividad constante y apasionada. De estudios formales y estadísticas. Entrevistas de tantas bocas rojas. Tantos cuerpos desnudos. Tantos suspiros y gritos. Imágenes de centenas de algoritmos e intentos tangibles, a ensayo y error, hechos a mano entre la desesperación y la convicción de quien sólo cree cierta su propia visión del mundo que le contiene.
Amontonada estaba la prueba, en ese ícono símbolo visible titilando en la pantalla de su computador y cuyo nombre era una cifra de errores sistemáticos, de almas. Él sólo necesitaba una clave perfecta.

Un cuarto de media mitad.

No supo qué decirle. Le temblaban los labios ante su mirada que parecía evaluarla y juzgarla. Sin saber que ella, al frente, de frente esperaba ser empujada y desgarrada. Él tenía el control parcial de la situación. Era ella quien con su mirada, le indicaba avanzar o retroceder.
La noche se hacía cada vez más negra. De fondo apenas si escuchaban personas caminando (o corriendo) de escape de ese aguacero diminuto que llevaba apenas unos minutos cayendo. Ellos tomaron el bus a tiempo y se bajaron a tiempo. La primera gota cayó justo en el momento en que cruzaron la puerta del edificio y saludaron en casi un suspiro al vigilante. "Ricardo, buenas noches. Una compañera de trabajo". Ricardo, cubierto de cuatro metros de bufanda, musitó algunas palabras de saludo y feliz noche casi incomprensibles y los ojos, que se escondían en ese mar apretujado de lana, cerraban por la modorra y el tedio de doce horas de espera y de apretar el botón de entrada y salida. Subieron cuatro pisos en silencio. Llevaban más o menos dos meses de conocerse, un mes de gustarse, quince días de hablarse con confianza, diez de invitarse en grupo a algo más tarde, cinco de tropezarse, tres de encontrarse las rodillas cuando las sillas pegadas en las reuniones no daban espacio para más, dos de tocarse las manos, uno de invitarse a coger el bus juntos un día de estos ya que eran más o menos vecinos. (O eso les gustaba creer. Más menos que más pero cada quién elige la distancia que le resulta conveniente. De hecho, vivían a media hora en taxi el uno del otro). Él la hizo entrar tocándole quedito la espalda como quien quiere presionar con elegancia el ingreso a un espacio común y muy esperado. Ella sintió ese corrientazo de pedazo de tela peluda que pasa por el omoplato desnudo. Le ofreció la silla de enfrente y el sillón y el tapete y la silla del comedor. Realmente no dijo nada. O sí, fue con la cabeza que le indicaba en dónde sentarse. Mejor dicho, le dijo con un trío de gestos siéntese donde usted quiera, bien pueda, pero siéntese, ya. Déjeme tocarla, déjeme sacar todas estas palabras que me obstruyen la manzana de Adán y no me dejan respirar. Déjeme decirle cuántas ganas le tengo. Cuánto quiero abrazarme en cucharita con usted. Ella, que no entendía ese vaivén perdido de la cabeza de él, atintó a poner media nalga en el cojín de la mitad. Lo miró nerviosa invitándola a acompañarla.  No supo qué decirle. Le temblaban los labios ante su mirada que parecía evaluarla y juzgarla. Sin saber que ella, al frente, de frente esperaba ser empujada y desgarrada. Él le quiso quitar una pelusa en el hombro. Primero la sopló y luego pensó que era la oportunidad para posar un par de dedos sobre ella. Luego se dijo, listo, aquí fue, y le acomodó un racimo de cabellos no desacomodados para ponérselos detrás de la oreja en donde ya estaban previamente. Empezó a rozarle la frente con la yema de los dedos índice y pulgar, luego la parte superior de la nariz, luego la comisura derecha. Ella, que entraba casi en un estado de taquicardia, se dejaba palpar de a pedazos imaginando a futuro lo que él palparía esa noche. Lo que le dejaría palpar y morder. Se escuchaba la noche por ahí, filtrándose, deslizándose por entre las ventanas y los pinos sembrados en el patio del conjunto. Alguien sonreía en otra ventana ajeno a lo que pasaba en esta mientras veía la televisión. A ellos les quedan las horas y las cucharas artificiales. Poses clásicas y número y letras y cuatros y sesenta y nueves. En la mañana, a la hora de volver a trabajar y de mirarse a los ojos rapidito simulando una dizque frialdad y un aquí no ha pasado nada, se tocarían las rodillas para confirmarse que habría sin duda otra media nalga para sentar.

Pupila

Se unen con este cuerpo todas tus sombras, toda la magia de las pestañas que se quedaron a rastras en las lágrimas que nos bañaron. Ese día cuando volviste otra vez a mí.

Para Tefa, con puño y letra, sin puño ni cachetada.

Esto prentendía ser un comentario de halago y admiración en un blog que me gustó mucho pero como hablo por contrato y básicamente porque hasta las flores se cansan de mi discurso, me tocó, figuró, me vi en la obligación de escribirlo como entrada en mi blog particular. ¿Propósitos publicitarios? Todos. Hay que aprovechar. Ahí va:

"Hola señorita, ¿señora? Yo queriendo ser educado -querido- y ya empecé mal, creo.

En primer lugar (primero que todo) me gustaría decirte que elegiste muy bien tu sobrenombre. O al menos a mí me encanta. Qué nick corto, efectivo y curioso. Así pues, felicitaciones. ¿Cómo llegaste a él?

Oye, hay que decirlo empujando, me gusta el tono en que escribes. Debe ser difícil, no me cabe duda, mantener un tono amable y controlado cuando intentan sacarte la piedra y poner el dedo en la herida luego del latigazo mientras, seguro, el rancho propio les está ardiendo. Van dos felicitaciones. Mejor dicho, ya me da miedo redactar acá, para ser precisos, que no exactos, dos veces que digo felicitaciones. Pfiuuu...¿Por qué se escribe siempre esa palabra en plural?

He disfrutado mucho leyendo los comentarios de apoyo. Pero disfruté más, y qué pena la sinceridad, leyendo los que te critican. Son muy divertidos la mayoría, alzados, busca-broncas y, en general, ingenuos.
Me quedé con un par inquietudes: uno, ¿la gramática desde cuándo es una ciencia? La filología quizás sí lo es; pero me late-chocolate que tampoco. ¡Mi reino de dos pesos a que no! Dos, se me hace que cometes
un error estadístico o, lo que llamaríamos, un problema de selección de grupo de control cuando dices ¿qué culpan tienen los mexicanos?

Ninguna, quizás la única culpa que tienen es que me piquen mucho sus chiles aunque me gusta el picante. Al final es mi culpa por pretencioso...pero bueno, luego dices que "a Colombia se la está carcomiendo una enfermedad llamada odio..," y "he aquí otro ejemplo de lo que es Colombia". Hay que decir que toda muestra representativa es una muestra pero no toda muestra es una muestra representativa. Ese problema de las generalizaciones sí que es un problema. Mi abuela, claro, decía: “es que uno se la puede pasar conociendo a todo el mundo”. Como cuando, de vuelta por las Europas, me decían, por supuesto, es que usted como es latino seguro baila y muy bien, y yo decía, pues no sé qué tan bien bailo pero me bailo hasta el sonido de una gotera y no sólo porque sea latino. Los hay que tienen el ritmo de un aguacero o de una balacera (en medio de un aguacero).

Por demás, muy bonito lo que escribes, me gusta el tema de la ortografía e intento con cierto esfuerzo perezoso escribir siguiendo las reglas que conozco y aprender las que desconozco. También obviar
las que sinceramente no me interesan. Por ejemplo, undécimo, decimo primero, onceavo, me tiene sin cuidado. Al final no hay desviación ninguna frente a lo que se quiere decir y lo que se dice.

Eso me quedó experimentando otros idiomas en mis estudios profesionales. Me desgastaba mucho intentando ser correcto en la gramática inglesa o alemana cuando lo que a mis interlocutores les importaba era que fuera efectivo y eficiente y pudiera expresar lo que me interesaba y que ellos me lo entendieran. Así que de “make an effort” o “put an effort”, “make the bed”, “do the bed” hay tanta distancia como de “con base en” a “en base a”. (Como escribir dos veces “y” a cambio de una “coma”). Al final, diría una excompañera de trabajo, "es la misma gata sólo que revolcada”.

Pero pues, al final, cada cual a lo que le guste. Y a lo que le disguste. Para este pechito no hay un argumento totalmente válido que no esté sesgado por el capricho en estas materias de la comunicación y los lenguajes. Las redes cuando sociales traen el velo de la incompresión. Paila game over insert coin push start.

Y ya, mi queridísima, qué bueno poder escribirte. Me siento en un estado de comodidad que lo único que me haría falta sería una cerveza, o dos, o tres…para luego derivar en un slang incomprensible y, por lo
mismo, entretenido y chistín.

Es decir, lo importante no es la verdad sino el placer de pretender discutirla. Luego a dormir pa’ siempre que la entropía le echa agua a todas las fiestas. Muchos saludos. Todos.

(Yo acá escribiéndote desde el trabajo con mi jefe acosándome cual dedo de telégrafo sólo que en mi hombro derecho)

¡Abrazos!"

Yo think dass.

No se trata de que sea como fue sino que se trata de que sea como nosotros creemos que fue.

WeBquity

WeBquidad.
Que no nos quedemos atrás.
Que atrás están los cables y la bruma.
Que la bruma no me deja agarrarte la mano.
Que necesito de tu mano para existir.
Pues sólo soy mientras fluya entre nosotros el éter invisible.
Y las palabras.
Y los silencios.
Los papeles inundan las calles y yo me ahogo entre los árboles que se mecen en las últimas.

Al otro lado del charco


Era de noche.
Se levantó.
"No. No es la ciudad. Soy yo. Por mí es por el cual corre el frío y el humo negro. Es este yo el que sacia su sed con poca agua. Es la garganta que duele luego de salir a caminar. Es simplemente que no estás tú."

Paila.

"¡Pero, claro, lo sabías!. Nada llega de él sin un costo para vos y para mí. ¡Para todos! A costa de algo. Lo que te perdás, lo que te pierda: ¡pues te jodiste!"
Ella sólo pudo inclinar con vergüenza la cabeza. Le pesaba no haber notado que se le iba de a pocos. Que entre tantas aparentes charlas y fiestas se le deslizaba de a gotas frías por las yemas de los dedos. Él sólo podía mirar hacia el frente, en dirección a su oreja izquierda. Sin mirar a los ojos. Como en foto de graduandos. Era incapaz de siquiera tocarla.
"Perdoname, mañana lo hago mejor".
"Tenés que. El ayer retorna sólo en nostalgias".

Me ahogo.

Se hundía. El agua a pocos centímetros de su cuello subía lentamente. Un minuto necesario para avanzar una uña meñique de distancia. Pudo pensar en su pasado. Tuvo tiempo para recapitular viejos recuerdos. Algunos perdidos entre la maleza de la nostalgia. Algunos sin embargo maravillosos: besos, sonidos, olores a mango en la mesa. Todo se iba en una cubeta a medias. Los que amaba. Esos rostros que dejaría y quienes se disolvían como la sal en la desesperación y la taquicardia. Respiraba agitadamente. No podía concentrarse más. El agua lo alejaba en este punto de pensamientos particulares o largos o concisos y se encaramaba a él como una babosa cubriéndolo todo. Sentía cómo la nada y la muerte expresadas en líquido diáfano le abrazaba inesperados recovecos enredándole las piernas y el torso en una tela de seda que apunta a encerrar al gusano. Finalmente se conectaron todos los hilos y tejidos poniendo llave y candado para siempre en ese cascarón. El manantial de vida lo mató.

Yas.

¿Entiendes? Le dijo

Bueno, entiendo con una claridad de miedo, diría yo, en una aproximación asintótica a la iluminación académica, mejor dicho, entiendo que el asunto es considerablemente bien complicado. ¿Cierto? Le respondió. –ella 1-

El tema, la verdad, es que en este preciso caso lo menos esperado es lo que, de hecho, pasó. En esa medida, tú vislumbramiento -que ni de la espada del Augurio-, es, claramente, posible, pero es sobre todo, y esto sí que viene al caso, plausible. Le enfatizó. – ella 2-

Entonces creo que debiste preguntarme si te explicabas tú correctamente. Porque asumiste que tu modelo estructural de lenguaje debía ser apenas el mismo o un poco menos que eso. ¿Me explico? Le preguntó. –ella 1-

Es cierto, me explico no dándome a entender cuando infiero que tus axiomas son los mismos. ¿Te explico? Le respondió una pregunta con otra pregunta. –ella 2-

En la ubicación.

"¿Qué me voy a poner a hacer? ¿Queda acaso algo más para este silencio y este frío y esta ausencia?" No supo qué decirle. Sentía que había sido todo un error, un malentendido. Que no era simplemente lo que él creía. Una historia increíble. Una excusa. "¿Qué?" Apenas murmulló: "no sé".

48

¿Cuándo pasa el tiempo? era lo que a oscuras en el corredor del edificio ella se preguntaba el día 48.

En 4.

"¿Qué será de las sombras cuando yo me vaya?" Se preguntaba enredada entre rocas de azúcar, escondida en una grieta de dos centímetros, detrás de la cómoda, a cuatro patas, mirando a todos lados, en la negra noche, una cucaracha.

Me la bailo.

Le decía a su hijo de cuatro años mientras sonaba un merengue en el carro. Justo en la parada del semáforo y a mitad del camino de la casa al colegio. "Cómo me gusta el Merengue. Es necesario aquí aclarar que no te estoy hablando del merengue musical. Tampoco, del merengue como postre sino del merengue que se baila, del que se escucha. El de caderas. Sus maneras y formas. Sus golpes lentos no carentes de gracia sino llenos de fiesta y cuerpos sudados. No es una marcha puntual y cuadriculada como, aunque no te lo creas, lo dijo alguien por ahí. Qué cosa tan absurda, ¿no? Pero bueno, ¿no crees tú que la agitadera viene claramente de una tierra gigante de músicas y bailes, de cumbias, de salsas sabrosas, de samba. Un mundo de pájaros y bananos, de un lugar con gentes múltiples para quienes a pesar de la marcha que les resulta vivir, siempre bailan?". Se quedó callado mirando el cielo a través de la ventana. Su hijo un poco distraído pensaba en qué comería y a qué horas. Ya tenía hambre. "Stimmt". Le dijo, pues aprobaba esa sentencia y estaba totalmente de acuerdo."

"Fíjate. Me da la impresión que va a llover". Dejó en claro nuevamente a su hijo.

Olla en el fogón.

No quedaban en la bolsa más marañones. ¿Qué hacer? ¿En dónde podría y a esa hora conseguir nueces para el pesto? Ella llegaría en media hora y él estaba aún intentando sacar con un tenedor los pedazos que estaban atrapados en la licuadora. El horno a punto, la paila sobre el fuego a punto, el vino blanco ya en la nevera tomando tono y frescura. Condones en el lugar adecuado, lubricante en el rincón justo. Una lista de música pensada con detalle para avivar el sí. Ropa elegante, un poco holgada para disimular la incipiente barriga y sobretodo fácil de quitar.
Decidió entonces ir a la tienda que quedaba a la vuelta. Eran dos cuadras y media. Cuatro minutos más o menos. ¿Y el fuego que ardía en las ollas? Todo cuadraba al parecer. Había el tiempo justo Se puso el saco de domingo, los primeros zapatos que encontró y salió del apartamento. Eran tres llaves, claro. Una para la puerta, otra para la reja de la puerta y otra para la reja del patio que tenía, como protección, un candado. En par voliones hizo todo, llegó al pequeño mercado y consiguió, menos mal, las tres bolsitas que necesitaba. Pagó, dio las gracias a Doña Mery -la de la tienda- y se devolvió casi corriendo, del mismo modo en que lo haría trotando en la mañana mientras le daba vueltas al parque. Finalmente, en frente de su casa, respirando a medias (la falta de ejercicio, ustedes saben), buscó azarado y afandísimo cómo abrir el dichoso y oxidado candado. Primero, una mano en el bolsillo derecho en donde usualmente guardaba las llaves. Nada. Segunda opción: en el otro bolsillo podría ser ya que no había llevado en ese afán el celular y siempre lo ponía en el izquierdo. Nada. ¿En el buso? No tenía espacio ninguno, hueco ninguno, sólo vejez, sólo dejadez. Sólo mugre. No había nada qué hacer. Miró al cielo suspirando levemente. Había olvidado dentro las llaves.

Mecha.

Miraba el techo blanco con detenimiento. Poco a poco se fue cobijando pues el frío glacial se entraba por entre la puerta que nunca cerraba bien. Siempre llevándose a rastras el tapete para abrirse. Intentaba concentrarse en dormir y se decía a sí mismo una y otra vez "Es hora. Apágate". Sin embargo, apagarse le recreaba cables y botones. Luces rojas que como vampiros estaba ahí entre enchufes escondidos detrás del sofá y de los sillones malgastando el flujo que algún día, destino cruel termodinámico, dejaría de suplir semejante consumo. Podía casi, pero es que mejor dicho, como si estuviera ahí, decía, podía prácticamente ver la extinción de todas las estrellas. Primero restarían miles de millones de millones, luego miles de millones, luego millones, luego cien miles, luego miles, luego cientas, luego unas cuantas decenas, seguido apenas unas ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos y finalmente quedaría una estrella en un infinito universo solo y vacío y aburridísimo como el que más, apenas alumbrando la nada en donde seguramente nadie vive ni hay quien cuente la historia. Como una vela en el viento que el Día de las Velitas está a punto de desaparecer, ya sea por el viento y la lluvia que nunca falta para esa conmemoración o porque no hay ni mecha ni cera para sostenerla. Como una llama de la estufa que le cae agua. Así veía esa moribunda estrella perderse en la lejanía de un pasado brillante y de carácter fuerte, de novela de medio día, con explosiones y arcoiris, ondas que arrastraban todo, flores que chupaban, pieles que se bronceaban, aguas que se evaporaban. "Apágate". E intentaba apretar con los dedos diferentes partes de la piel. En el culo, en las piernas, en la cabeza, en un ojo pensando que quizás sí había un interruptor para largarse de ese momento pragmático y poder ir de parche con Morfeo y Baco y hasta Jesús. ¿Quién dice que no son parranderos? A todos les gusta la pachanga, fijo. Pero no le funcionaba. Sabía que con planetas, luceros y cometas, al otro día tenía que levantarse a cumplir con el requisito, siempre aburrido, de existir y trabajar y hacer charlas y lobby y política y volver y, mejor dicho, hacer todo eso que todos hacen y que él hacía y llevaba haciendo por años. Seguramente en la vida que ya pasó, si es que lo de las reencarnaciones es verdad, le tocó la misma vaina. En la siguiente sería igual. Y en la que le sigue a esa. "Mejor que se apague esa vela" se dijo poniendo énfasis y deteniéndose en todas las sílabas. "No la prendas, apágala". De repente, abrió los ojos y ya eran las seis de la mañana. Con él una estrella en lo profundo.

Compás.

Era innecesario que lo intentara. No había realmente qué contorsionarse de esa manera. La cabeza bajaba con el tono de la cuerda del violín y se inclinaba en dirección a su pie derecho. La espalda recta. Las puntas de los pies en el ángulo correcto para sostener en equilibrio el cuerpo. Iba al son de cada golpe, de cada sonido del tambor, del cuero, de las palmas. Perfectamente sincronizada en piso y frente al auditorio. A todos esos ojos que miraban. 


No hacía falta, sin embargo, demostrar tanta técnica ni gracia. Bastaba con que lo mirara a los ojos a la salida del teatro. Era lo único que él, sentado viéndola danzar, le pedía para sacarla a caminar.

Tocando la manija.

Era dolor. Al mirarla, supo que era dolor. La gesticulación, todo el grupo de músculos trabajando conjuntamente para crear en ella una imagen fiel y clara ante sus ojos de cuánto la hacía sufrir. Le corrían ya algunas lágrimas entre los ojos. Arrugaba la frente intentando sin éxito no llorar, no mostrar que acababan de pisotearla y que se sentía humillada, apartada y olvidada. Apenas pudo bajar un poco la cabeza y posar la línea de su pupila con las baldosas a cuadros. Pasaban los segundos. Mortales. El cuarto empezó a llenarse de sentimientos empujando por entre los espacios disponibles los gases inertes. Sólo se escuchaba el sollozar de la garganta de esa mujer quien, sabía claramente, había amado. Se preguntaba qué había pasado entre esos días, ahora pasados, estando juntos, con comidas en medio y planes y familia y amigos. Promesas de paraisos perdidos, viajes y sonrisas. De cuando se comían hasta la saciedad y la gula. De cuando se comían todos sus mutuos recovecos. Qué había pasado para que simplemente la rama que comunicaba sus mundos se hubiese roto para jamás rehacerse. Él configuró una máscara de vergüenza y de impotencia, supo que no podía hacer nada más que caminar por ese rincón oscuro de la mentira y la traición en donde él debía ser el culpable y ella quien sufría las consecuencias del delito. Se acercó apenas un pequeño paso en dirección a ella que parecía desmoronarse lentamente dejando caer de entre sus dedos el papel con la anotación a esfero negro que evidenciaba todo. Miraba solamente sus zapatos que él creía estaban temblando. No era capaz de enderezarse y decirle que debía irse, que no le quedaba más tiempo con ella y que la puerta siempre para él, desde el día uno hasta ese justo instante, había estado abierta. Era un hueco entre las paredes para siempre partir. Pusos sus ojos en dirección a la ventana y a la misma altura en que estaba la cabeza de ella. Afuera sólo se escuchaba el vacío. Algunos carros pasaban. Comenzó a pasarse la lengua por entre los labios como si quisiera lubricar la guillotina que resultaba su boca. Quería desangrarse y era él quien filtraba la vida de ella. Suspiró sin hacer mucho ruido pero profundamente. Mañana muero, ahora ya lo sabes de mi boca. Intentó pronunciar algo más. Añadir explicaciones de por qué había tomado una decisión semejante olvidando tanto pasado y tanta agua bebida y por beber. Ella no pudo siquiera repetir lo que acababa de escuchar. Sólo le quedaba entre las nostalgias el sonido de los zapatos que casi arrastrándose se iban cruzando la puerta.

El peso.

Por supuesto no valía la pena. No tenía sentido discutir semejante cosa con quien ignoraba todo cuanto había pasado. Todas las largas caminatas. Todos los bultos que sus hombros habían resistido. Todo el peso del sol y el sudor y la piel descalza que se deshacía por el maltrato constante de un camino sin delinear. Era simplemente imposible pensar que esos ojos de vidrio de muñeco pudiesen tan siquiera compadecerse por el nivel de agitación, por el sonido fibrilante de su garganta, por sus cayos ni por la piel que ya parecía forrar los huesos. Iba hasta el pico de la colina a rellenar de tierra cada uno de las decenas de sacos dispuestos a sus pies. Le tomaba más de tres horas completar uno solo. La caminata era ardua y desgastante. Le daba tiempo para pesar su desgracia y este castigo infame por el pecado de otro. Pero no había más. Es lo que hay. Era lo que había. Dedicó horas y horas, de varios días y de un par de semanas para completar la labor. Siempre al volver miraba de reojo a su carcelero, al muro blanco de su rostro esperando al menos una comisura que se moviera en alas de conmiseración, una mirada de cariño, una palabra de aliento.
Cuando terminó, sediento, se acercó finalmente casi de rodillas -y no por la falta de dignidad ni orgullo sino por falta de energía- al puesto de mando y dirección de semejante hombre pugnaz: "he terminado, trescientos cuarenta y tres sacos. ¿Puedo retirarme?"
El hombrecillo aquél, de estatura mediana, con una cuanta de barriga, sentado por días eternos de años inmemoriales en esa misma silla viendo a reos y desgraciados cumplir sus condenas forzadas y forzosas arrastrando cadenas, alzando ladrillos y cementos, golpeando la piedra dura, cargando miserias y nostalgias, le dedicó apenas un parpadeo y mientras alistaba el siguiente cigarrillo le aclaró con un sable el panorama: "son tres colinas. LLevas una".

¿Qué dice? ¿Que me pise?

Uno siempre quiere eso pero, al final, no es eso realmente lo que uno quiere. Es lo que uno dice que quiere lo que, precisamente, uno no quiere. Pero sin embargo, lo dice.

Adjet-drez.

¿Por qué aveces se dice "en todo el sentido de la palabra" si, aunque teniendo muchos sentidos una palabra, sólo puede tener el sentido que tiene?

Mannheim.

Cruzo el Atlántico para estar en tu regazo.
Miro azulado tus ojos y te abrazo.
Estoy contigo.
En tu sueño y tu cansancio.
En el año que para ti llega.
En cada uno de tus pasos.

Presueño.

Eran las tres de la mañana. La luz de la cocina del apartamento contiguo alumbraba una de las paredes y permitía apenas esbozar las pocas cosas que habían en su habitación. No podía dormir. El colchón viejo y ya tan usado había sido empujado a un rincón junto con la única maleta que tenía. La ropa del día estaba a medio doblar sobre la baldosa roja cuarteada por los años y la humedad. No había música. Sólo el sonido de una gotera en el patio del primer piso en donde se bañaban los niños más pequeños. Un ritmo lento, aveces rápido. El sonido del agua que caía, le recordaba a la ducha de su abuela. Su niñez secándose las manos en toallas perfumadas que era intocables pero que él usaba y con todos esos pequeños jabones aún envueltos en  plástico. Esa cortina de olor a plástico madurado. Todos los huecos taponados por el óxido ancestral, le dejaron entonces  filtrar apenas un hilito mojado que era suficiente para bañar la piel tersa de los primeros años y los pliegues de los últimos. Tenía los pies fríos. La noche estaba estrellada o parecía estarlo. Hacía frío. Entraba un viento afilado y constante por la única rendija dañada de la ventana que más temprano había tapado con el periódico de la mañana y, que la lluvia reciente, había tirado al traste. La ingeniería de la cinta pegante había cedido a la fuerza natural. En ocasiones, el vidrio silbaba a fantasma y a augurio de augustos porvenires. Sentía como si la salmuera del mundo entrase vaporosa por ese pequeño ducto y se desparramase justo entre la comida que guardaba y llevaba guardando por semanas anticipando su partida. Pero, ¿se iría? Esa era su pregunta. Llevaba yéndose constantemente, escapando de un vacío que no lograba entender o hallar, de una especie de velo invisible que aparecía de repente en los lugares que visitaba después de algunos días y que lo asfixiaba como la máscara al que está próximo a ser decapitado. Aveces sucedía en horas, otras en semanas. Pocas en años. Sentía inicialmente una angustia profunda, un temor callado de ser reconocido y aceptado en un espacio del que desconfiaba pues desconfiaba de todos los espacios llenos. Al final la desesperación se abría paso y la claustrofobia adquiría siempre un matiz absoluto pintando todas los ladrillos y todos los cementos. Cuántos años de climas diversos, de comidas con sabores distintos. Cuántas introducciones, cuántos mucho gusto, mi nombre es y estudié en y trabajo en y vengo de. Cuántos borradores de charlas. Pesadillas de cubos sin aristas y mares sin contenedores.
Intentó despejarse los ojos para arrancar con las manos los pensamientos y las preguntas. Miró a la puerta a medio cerrar y pensó en que quizás, si la cerrara completamente, no tendría ese frío glacial en los pies que lo mantenían recapitulando frases perdidas en bocas de recuerdos borrosos. Suspiró. La puerta seguiría así hasta que el sol alumbrara. Se iría. Intentó enrollarse entre las capas y capas de cobijas repitiéndose a sí mismo que mañana era otro día y que cada mañana es otro día. Que había mucho por hacer, zapatos por embetunar, cargadores por recoger. Había que enviar una carta a su familia informando sobre su nuevo paradero, reservar los tiquetes y el hotel o finalmente llamar a algún conocido. Debía dormir inmediatamente. Dejó una nota mental para recordar esas horas desveladas a través de la sombra de su mano sobre la almohada. Se dio la orden de apagar el cerebro y limitarse a cumplir con el reposo nocturno mientras seguían deslizándose las gotas por el sifón del patio. El viento por la rendija mantenía su curso. La gotera escupía. Su respiración tranquila, su estómago estremeciéndose, el deslizar de sus piernas por las cobijas, seguía escuchando el grito de sus tripas, la saliva por su garganta y todas las manías de la sangre empujada por su corazón.

Parte.

Cómo podía ser aquél un día soleado cuando su corazón le decía que el objeto de todas sus miradas, de todas las veces en que realmente estaba atento, se iba esa misma tarde. Era ese mes sin duda; aquél que le despedazaba el corazón y en donde se hundían las barcazas y estallaban las definitorias afrentas civiles. Se iba aquél pedazo de lo que le llamaba: pedazo de humanidad. Se iba su amor con patas, lo que amaba.
Le resultaba una ironía, un chiste cruel del destino como el de la ceguera bibliotecaria del genio argentino. Mucha luz para que todo se hiciera evidente, para que no quedara duda ninguna que eso era la realidad, la de verdad-verdad, en la que creemos que suceden todas las cosas cuando no hablamos de la realidad. Estaba pintado ese día soleado con todo detalle. Como si se cambiara la precisión de los pixeles, cada vez más pequeños, por el puntillismo; pero dejando el impacto fresco y gigante del olor a pintura vieja y su casi tangible textura. Caminaban sin tocarse. Y eso le dolía. Miraba las grietas del cemento en dirección al aeropuerto intentando conversar sobre arepas y frutas, noticias y política, paseos y amigos: temas aleatorios de fila de banco. Se daba cuenta así nada más de que todo lo que habían hecho hasta esas últimas horas amarillas y azules eran todo. (Se preguntaba el porqué se le iba lo que no debía)
Era irónico, sí, que ese día resplandeciente fuese el día en que se despedía.
Y se le fue en un avión.
De regreso, mientras se perdía entre la bruma de las personas más allá de la puerta de abordaje, no dejaba de repetirse: volverá. Volverá porque aquellos que pueden reir también en la distancia, son también quienes se encuentran de nuevo. O eso le gustaba creer tomándose el café de greca antes de coger el bus. Imaginaba las noches silenciosas que, en adelante, le aguardaban. Sabía que, de regreso a casa, sólo encontraría una cama vacía, sábanas que tomarían más tiempo en calentarse, menos comida entre sonrisas, menos una mano que toca, una boca que besa a quien desea, una casa sin el elemento que la llena.
"Seguro que sí. Volverá" Y recordaba, en medio del transporte público citadino cuando anochece y en medio de restaurantes y luces de ventanas con negocios, con señoras que algo venden y con señores que muy rápido caminan, con las manos metidas entre los bolsillos, todas las tardes juntos, todos los momentos de pulcro descanso que habían tenido.Y se sentía feliz.
Sabía finalmente que la vida al menos por unas semanas le había acariciado la espalda y, es que acaso: ¿no se necesita más para vivir que una fortuita sonrisa de la vida? Intentaba distraerse un poco escuchando música. Apretaba el botón ansioso como si en la siguiente canción fuera a escuchar su voz que le llamaba de vuelta. Cuán vagas le resultaban todas las canciones entre marimbas y cuerdas. Cuán lejanas.
Se levantaba el mismo polvo que levanta el viento precipitado cuando se dirige febril al horizonte. El tiempo, quería gritarlo, o ese tiempo en que habían estado juntos, sin duda, había volado como el águila. Ahora le vendría un poco más lento el pasar de las horas luego de un desayuno solitario y una tarde sin sus suspiros, como en la línea de quien se desacelera infinitamente.
De alguna manera, sin embargo, era feliz porque sabía que había sido feliz. Perder es ganar un poquito. "Que lo diga el de la pelota", lo mascullaba mordiéndose la comisura de los labios. Querer era también aceptar que se le fuera, se continuaba diciendo. Y eso lo aceptaba. El río de los sucesos, creía entender y creía creer,  en un instante, en el resplandor de la estrella que explota, se aceleraría: el momento cristalino cuando estuviera nuevamente a su lado.
El olor de la humedad gris de la ciudad fue para su cuerpo el siguiente día.

Acciones

Cómo le faltaban palabras, cómo le faltaba articular correctamente todos los músculos de la boca para poder insultarlo. Quería irse. Se levantó molesta del comedor blanco luego de preguntarle con el cigarrillo prendido y la colilla muy larga, cruzada de piernas aprisionando la punta del pie que tambalea sobre el piso. ¿Lo hiciste? Fue la pregunta. Él estaba mudo mirando con los ojos de cristal de los muñecos. Ella, perdida en el uso de las cuerdas vocales, olvidaba su lengua, el Inglés de medio pelo que había aprendido, los números en Francés. No sabía ya bien cómo respirar por la boca, cómo escupir. ¿Lo hiciste? Le preguntó nuevamente. Silencio.
Con eso le bastó para saberlo. El vacío de esa noche y de ese momento luego de tantas horas de espera, de tantos cigarrillos fumados, del café medio servido en todos los rincones, las sillas sin cuadrar, la ansiedad de quien olvida abrir la ventana para que salga el humo, un piso que se ha caminado sin parar, las lágrimas, el maquillaje corrido por el miedo y la indignación, no podían ser sino augurio de lo inevitable. De saber que el futuro sólo vendría con cuestionamientos morales y pesadillas. Con miedos abstractos y persecuciones aparentes. Que la vida no sería ya la misma que algún día fue.
Respiraba con rapidez. Sabía que no había manera de volver atrás. Se mordía los labios sin poder determinar si estaba molesta con él o con ella o con el maldito ilegible destino que los había llevado a una situación semejante. Miraba de reojo las dos maletas negras que habían comprado el día anterior llenas de afán y que estaban mal cerradas. No quedaba mucho más tiempo. No había tiempo de molestarse o preguntase si había sido lo correcto pedirle a él, a ese pedazo de hombre que tanto daño le había hecho y que tanto la amaba, que se encargara de llevar a cabo el último toque de esa parafernalia que habían creado para huir.
Había reservado dinero en efectivo tanto en dólares como en pesos, tenía sus tarjetas de crédito disponibles, dos tiquetes comprados hacia el Pacífico. Todo estaba en orden, parecía. El miedo podía más. El temor a ser descubierta y no saber cómo responder a su familia, a su esposo, a sus hijos sobre el móvil de semejante aventura. Miró por la ventana el edificio enfrente. La luz amarilla del poste de luz eléctrica entraba por uno de los costados. El vigilante dormitaba. La calle inclinada hacia el Oeste apenas tenía ya dos carros parqueados. Eran las dos de la mañana y habían transcurrido quince horas. Llevaba quince horas esperando. Finalmente, él había llegado y la miraba sin mirar. Estaba sentado frente a ella con esa pequeña barriga aprisionada entre el pantalón y los muslos como de quien, en vez de sentarse, se desparrama en la silla. Le miró el pelo. Las manos. Su callado pero evidente nerviosismo. Había sudado mucho. Se veía el rostro resplandeciente y un par de gotas aún bajando por entre las sienes. Lo odiaba profundamente. Odiaba su estupidez al hablar, su timidez al mirar, su tonta manera de tocarla y comérsela. No soportaba sus ronquidos ni su risa. Pero él la amaba o, cuando menos, lo suficiente para seguirla. Para hacer él lo que ella jamás creía poder.
Respiró nuevamente y volvió a sentarse. Lo miró de frente queriendo leer sus pupilas como una revista de súper mercado. Empezó a abrir la boca lentamente y le preguntó nuevamente: ¿lo hiciste?
Él sólo pudo mover una rodilla en la dirección contraria a la mano de ella, mirando el piso y con los brazos sueltos a cada lado: no, no lo hice.

Vivo el campo.

¿Dónde están? ¡Aquí! ¡Aquí! ¿En dónde que no los veo? ¡Aquí! ¡Aquí!

En dónde, carajo. Que no veo nada y apenas si las escucho. Ustedes parecen esos fantasmas de la maleza que entre más cerca se oyen, más lejos están. No se me pierdan que necesito de sus bocas y cabezas para pensarme. No me he mirado en tantos días...
¿Cuánto dura un día? No he visto ni siquiera el reflejo de mi cuerpo sin extremidades en una pupila. ¿Cómo se encuentran ustedes cuando se necesitan? Yo no sé ya ni el camino de regreso a mi casa. Todo está tan nublado y el camino que creo verlo amarillo perdiéndonse entre esas rejas de madera allá a lo lejos detrás de ese inmenso árbol verde que ¿me mira?
Creo verlo caminar. Dios, Dios. ¡Veo caminar un árbol! No puede ser que ustedes que me gritan "¡Aquí! ¡Aquí!" sean estas flores que sonríen con dos ojos, uno azul y otro morado, y bocas armadas de pedazos de zanahoria y unos bracitos diminutos que no son más que hojas verdes.
No, por favor. No. No se cojan de las manos entrelazando los dedos. No se saboreen. ¿Están cantando acaso? No me digan. ¡Cállense! ¡Cállense!
No quiero mirar la vaca. Está con esa capa roja y un tenedor ardiente en ese rincón junto al bebedero donde la gata habla dormida. ¿Es eso alemán? Y creo que la gallina está molesta y con toda razón. No hace sino darle de codazos y hacer esos sonidos de queja como los que la gente vieja hace por indignación. Pobre. Mañana va a tener un día de trabajo extenuante pujando huevos de ocho a cinco y haciendo cuclillas sin parar. Y con eso que la cafetera se dañó...
El pasto suena mientras lo piso. Se queja, de hecho. No es una onomatopeya del zapato que aprisiona la pradera. No. Le duele. Dice ay, ay, ay cuando piso una vez y la segunda y la tercera. ¿La tierra? ¿Es esta tierra la que se me sube por entre las piernas?
No puedo moverme. Se me han atascado las piernas hundidas en esta especie de fantasía que veo tan real, tan ahora, tan coherente con los cristales que brotan de mis ojos. Sudo cerveza. Moja las fibras de cabuya que desparramadas por mi frente hacen mi cabello. O mi caballo. ¿Son estas patas de caballo? Bien pueden ser pezuñas.
No veo bien. Bien que sí veo lo que no sé si debería ver o debería verme aun cuando es inerte. El río suena. El agua que cae simplemente suena. ¿En dónde están? ¡Aquí! ¡Aquí!

Ya tengo miedo de esta botella. Está completa y está abierta.

Pestaña.

No, señora. No. No se trata de cómo usted me ha hablado durante todas estas tardes de filas y gente amontonada esperando ser llamada. No se trata de su manera absurda de combinar las faldas con las blusas y ese bolso negro que siempre trae y que seguro lo compró en algún almacén barato de ropa usada y de pésima calidad, ni tampoco de que su voz ya carezca de la mínima explosión de vida luego de tantos años de llamar por nombre con  el micrófono a personas que no conoce entre las ocho y las seis de la tarde. No, no se trata de eso. No se trata de que yo me monto en el bus durante dos horas para bajarme y esperar media hora más por el tercer bus en donde siempre me toca de pie mientras pasamos por calles sin pavimento llenas de baches, metidos a la fuerza como un vagón lleno de judíos, en un calor insoportable y con el registro más amplio de olores que jamás una nariz haya percibido, ni que vengo apenas con lo del desayuno pues a las tres de la mañana ningún ser humano normal tiene hambre ni mucho menos de que la comida que venden acá la cobran como si fuese la última cuando apenas si es un pedazo de pastel de papa con una única papa vieja de las últimas que venden en las plazas llena de tierra y huecos negros y un café reutilizado hasta el cansacio y que no parece más que el tinte para una acuarela. Tampoco se trata de que la desesperación de toda esta gente se traduce en gritos y manifestaciones y quejas y señoras sentadas unas tras otras detallando cada una de sus vidas y padeceres y sus hijos y sus maridos que beben mucho y hacen nada y sus hijos ya grandes y sin trabajo con dos mujeres embarazadas y señores sentados unos tras otros comentando las caderas de la que pasa, las tetas de la que ya pasó, el culo de la que viene y las últimas infidencias de los partidos de fútbol en esas canchas de grama tristemente verde ni los sonidos de celulares que recrean en apenas pocos segundos el merengue, las baladas, los cantos y hasta gritos de animales o simulaciones de conversación sonando todos al mismo tiempo y contestántose todos al mismo tiempo mientras se ponen de pie creyéndose importantes y caminando de un lado a otro empujando y pisando al resto que también habla y se queja y grita y llora con todos esos niños pequeños y sus mami tengo hambre, mami mira esto, mami quiero ir al baño, no se tire al suelo, no se arrastre, no moleste, cállese. No.

No se trata de todo eso. Se trata de que cuando finalmente me siento frente a usted, usted no me mira a los ojos.

La pereza hambrienta

Con la cara del arroz con huevo.
Con la tristeza de un aguacate sin su queso.
Con la reacción tardía y celosa de los fríjoles rojos frente a los negros por su plátano frito.
Con las ganas de saber qué es lo que no se me da cuando la alcachofa abajo termine de preparse.
Con la felicidad fugaz del vino barato que se bebe confundido entre los buenos y no tan dulces ni amargos.
Con pantalones cortos y con chanclas.
Aveces con barba y sin camiseta.

Conforme pasa el hambre, pasa el sueño que se amaña. Se hacen más pesadas las cobijas enredadas por las artes marciales de mi adormecido cuerpo. Bostezo esta noche tragándome sus sombras y sus muros. Singular es la singularidad que se agita con el vaho que entra.

La felicidad, la más pura, asoma en la última hora. Donde la pasividad es infinita y soy un lucero que apenas si titila en el universo que se sale por la ventana.

Hace falta para esta, mi espalda, una cuchara que alimente parte el frío, parte el antojo. De la boca hambrienta de quien ronca y sopla. De ese pedazo de humanidad que entre labios habla.

¡Qué hambre de ti! ¡Qué hambre!

En espera

Por manadas.

Llegamos con la espera presumida en los ojos. Como perros con hambre ya cerca al plato, como tortugas recién paridas al mundo de la migración. La arena no era fría y apacible. El sol quemaba todas las yemas y se perdían derritiéndose los cristales de cada una de sus historias. Seis horas de infamia y hasta de risas. Seis horas de silencios y cavilaciones. De adormilaciones y bostezos en un cuarto enorme con sardinas apretujadas. Horas que se fueron en sentirse reflejado en las cabezas que asentían y confirmaban el tedio en la espera. Rostros que se sentaron de este lado porque los del otro controlaban el universo del día.  Seis horas de plegarias a un santo invisible, a una agilidad inesperada, a un giro de la suerte por un sello innecesario, por la entrada validada al desierto y a la mar.

Unos se quejaban de quien enfrente se sentaba. Otros de quien faltaba por sentarse. ¡Falta uno! ¡Que la saquen a ella! Aturdidos todos los cuerpos por el hambre y el olor de empanadas y café vendiéndose a la salida. Preparaciones que azuzaban todas las fosas y sus narices. Simples suspiros que en el horizonte sólo aquellos, con las monedas suficientes para no descompletar el bus amarillo del amancer, pudieron comprar.

Pocos habían dormido bien.

Y así se fue un día. En la claustrofobia de quien pide y en la frustración de quien todos los días debe ir a dar lo que le dijeron que diera. Depositarios de vaivenes lejanos. Garrafones de agua de lluvia o de florero que un aparato estatal perpetuado en las rayas y las puertas prestó.

Nadie es culpable. Sólo la utopía.

De cervezas.

Dos cervezas grandes para celebrar que hoy, es hoy. No pequeñas. Acumuladas en mililitros de necesidad de danza y cantos desafinados. De gritos y abrazos. Sudor que recorre las frentes y los cuellos de quienes beben la noche o el día de la fiesta y el jolgorio. Quizás la lujuria.

Por hoy, que no es mañana, me dejo hundir en la malta y todos los destilados. Hay música de fondo, la soledad abunda. Espero a que llegue quien espero que llegue. Con sus besos y abrazos. Con sus letras y palabras de un idioma lejano pero cercano: el mío.

A derrumbar la casa y echar las sábanas por las ventanas. Toda la comida ha de consumirse y las frutas han de acabarse. Sólo nos queda esta noche con sus luceros borrachos. Se derrama el tiempo por entre las paredes del patio trasero para tomarse a sí mismo y enlagunar de carnaval esta costa.

Por la luz que en unas horas se esconderá levanto la lata y la copa. El vaso y el cuncho. Porque te tengo entre mis manos. Así.

Antaño

Se miró al espejo como siempre lo hizo. Como todas las mañanas antes de cepillarse los dientes, antes de despejarse el cabello y quitarse las lagañas. Era evidente. Era esa evidencia que llega tan clara y completa como cuando la luz llega a los focos tras un apagón y alumbra y despeja todos los rincones del cuarto. Se dijo que quizás nunca realmente observó sus rasgos con tanto detalle y que tal vez hayan sido tantos años dedicados al trabajo, a la familia, a esos dos perros y ese gato, a tantas plantas que había por regar, a reuniones y reuniones, a viajes y paseos, a las citas con la familia, a las citas con los amigos, a las citas con las citas, a ver la televisión y cocinar y comer. Tanto tiempo dedicado a vivir y nunca notó que se le había ido la vida mientras vivía. El espejo dejaba ver nuevas arrugas, las primeras que todos ya seguramente habían notado. Dejaba ver menos pelo donde alguna vez lo hubo, un ojo mas caído, un cuello gallináceo. ¿Cuánta comida hay que sacarle a la nevera para decir que está ya casi vacía?

Es extraño, se dijo. Soñé que vivía la vida de un adulto y hoy me levanto con doce años cumplidos. Mamá ya debe haber servido el desayuno y me espera el bus para el colegio. ¿Cuántos años deberé esperar para quejarme como lo hace papá cada vez que se mira al espejo y suspira en silencio?

Anoche cuando me soñé.

Y entonces vino y me dijo: ¿Ya?

Sí, ya.

Es la hora triste, la hora en que te enfrentas a un mundo oscuro de soles radiantes y ríos cristalinos y verdes praderas. Te ha llegado la hora en donde la gente canta y baila y hasta se emborracha de sólo felicidad.

No lo entiendo, pensé que nunca llegaría este momento. Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarme a él y caminar estos caminos. Me da tanto miedo. No sé qué hacer, cómo actuar. No sé si quedarme.

Y te entiendo, pero debes quedarte. No es opcional para ti. Mi primera vez, si vieras, fue muy dolorosa. Aún recuerdo que me temblaban las piernas al caminar y que el mareo me acosaba en los primeros pasos. Pero el dolor pasó. Se fue y me quedó la nostalgia de los ayeres que siempre preferimos. Aveces sonrío.

Sí, así me siento. Como quien deja la lluvia que le alimenta. O la oscuridad que le define...

Pero bueno, debes despertar ya. La vida que creemos cierta está al otro lado de este lado. Levántate. Que no hay tiempo que perder y hay sonrisas para arruinar.

(Y así, entre risas y carnavales abrió los ojos la primera.)

De la otra voz que era la mía.

Un día llamé y contesté mi llamada. O eso creí.

Escuché una voz que decía: buenas tardes, ¿en qué puedo servirle?
Y era yo quien hablaba. Me escuché a mí mismo y sólo yo, el que escuchaba, sabía que al otro lado de la línea estaba igualmente yo. Yo mismo por dos.
Uno, el que escuchaba que es ahora el que escribe. Otro, el que hablaba ofreciéndome un servicio y que ahora ignora que tiene un igual que es él mismo. Ahora sí que le tengo miedo al ahora.

En el primer minuto no pude articular una frase coherente. El impacto era mucho. El miedo. El verme en un espejo sin imagen pero sí con sonido.
De nuevo: buenas tardes, ¿en qué puedo servirle? ¿Aló?
Me temblaba la voz. Mi existencia misma se estaba enfrentando a que uno más uno es uno. Sin romance, sin corazones rojos ni regalos con chocolate.
Musité: necesito esto, necesito aquello. ¿Podría usted (es decir: yo) ayudarme?
Claro señor Felipe, permítame un segundo.

Necesitaba colaboración con algo relacionado a mi cuenta bancaria. Ahora necesito terapia, droga, licor, algo. Ayuda con mi existencia. No tiene sentido existir en otro lado y con otro trabajo. Seguro es más exitoso, más atractivo, más interesante, mucho más alto.

Vi la luz pero no al final del túnel. No. La vi estando al lado de la lámpara. Del mismísimo sitio en donde se produce.

Que canten los ángeles. Que alisten los tridentes. Yo ya me morí.

Jau.

How could've I forgotten it? I do not remember the meaning of the word how.

Miércoles

Van mis pies cuesta abajo.
Se tropiezan las piedras en el asfalto.
Y mi ojos quieren ya cerrarse.
Yo, este yo, quiere regresar a mi primera sombra.

¿Cómo terminé en esta piel y en esta boca?

Mi silencio es mi mayor tesoro, especialmente mi mayor deuda.

A callar aprenderé.

A que sí.

Si no eres una idea,
vacío estás como una vacía aldea.
Si no eres una palabra, apenas si eres una hebra.
Eres eso que te contiene: pues eso también te sostiene.
Si eres esa sombra, lleno estás de la noche sola que no se nombra.
Si eres esas notas, eres agua que sopla y empuja la música en pequeñas gotas.
Eres aquello que no eres, pues de la vida sólo queda nuestro cuerpo y sus placeres.

De la perdida mente.

Aquél al que le llamaron Finalmente, definitivamente, debe estar ya demente.
Pues mentecato es quien nombres innombrables pone y dispone. Y aquél que los propone.
Ponedero de pocas dichas pero de muchas malas fichas. Un vacío monedero.
Y perecedero.

Dicen afuera: cambio y fuera

Nowadays it is not about learning new things but instead the sense of leaving all behind.
That's what movement is.

Apuntando.

Cambia el más fino brillante,
cantó el Pájaro Cantor,
en aquellos días de sopor
cuando ya muerto lo supo Dante.

Cambia de los billetes con monedas, el cambio;
las vueltas y los vueltos optan por otra imagen.
Lo supo uno muy rico pero sobretodo sabio,
uno más pobre e ingenuo supo también de su origen
especialmente de la línea que crea el margen.

Lo supo todo el Mundo.
Se ha sabido a cada segundo.
Ah el que trabaja, o el que es vagabundo.

Cambio los colores, le cambio la cara,
he pintado con yema de nuevas cáscaras
y para la fiesta queda hecha la máscara.
Sobretodo que la algarabía es barata
pues sobran tragos, sobran piratas,
sobran rostros perdidos y todas las erratas.

Así que nuevamente: por el principio
que no queda más sino eso que queda:
las huellas en medio de esa polvareda,
¡A montar casa nueva en nuevo municipio!

No hay sino el cambio
y no vale queja, no vale labio.

¿Quién tendrá el mejor astrolabio?

Del cero.

Sí, es ya. Parece que ha pasado tanto y ha pasado tan poco. Y aún no aprendo.

Al acecho de un sorbete popocho.

Y ya llega el Ocho pues se fue el Siete.
Miedo me empieza a dar cuando se me borra el casete.
Y se me mezclan recuerdos de coloretes.
¡Me he levantado con ganas hoy de un filete!

Eso sí, sé que el motivo es, de hecho,
y hay que meterle pecho
pero sobretodo sacarle provecho,
el Martes que viene y llega con todo el peso de un ocho
que pudo celebrarse calmadamente en un Domingo de sancocho.
Fue sin embargo, baile, licor y clarinete.
Y unos resultaron de otros ser sus juguetes.
Y otros se hicieron muy amigos del retrete.
Las nostalgias, sin duda, me hacen algo viejo y chocho.
Sobretodo ahora que el más mínimo trasnocho
me deja cual pisoteado bizcocho.

No he quedado, claro está, insatisfecho
pero sí he quedado, oh vejez, desecho.
Así pues me he ido a mi cuarto derecho
y he pasado el día entero metido en mi lecho.
¡Cuánta falta me haces! Prefiero estar contigo estrecho
que celebrar sin ti. Ay dolor, ay despecho.
Hay tanto espacio ahora entre-nos, tanto trecho...

The meaning.

It's interesting, it is always more important what we did than how we did it.
To me, how frustrating.
There is only one time when the top of the mountain is hit it.
Underlying
in the fleeting
source
of the result
that we have created.
We see it.

Mientras duermes.

Finalmente llegó la noche y allá la noche ya se hizo.
Es un cielo sin estrellas, oscuro, es un mundo ahora cenizo.
Pues cierras tus ventanas al murmuro de la distancia
mientras yo te espero en el día claro, en su infancia.

Mis ojos, mis ojos. Aún se mecen en la duda. Asustadizo
está mi pecho que se hunde en el cemento triste y más macizo.
¿Por qué te me pierdes en las decembrinas fragancias
que no son más que espejos rotantes de las circunstancias?

Yo sigo ciego al embrujo de tu certero hechizo,
embriagado del horizonte que todavía veo brillante y mestizo.
Que habrán en los días que ya llegan inevitables discrepancias
pero podrán más nuestros hinchados corazones: constancia
de este amor gigante, amor mío, que aveces parece escurridizo
como de la aventura de tenerte a mi lado y toda su Abundancia.

De llamadas fallidas.

Llamando al teléfono. Llamando y no contestas.
¿Dónde estás? Lo sé: en las fosas del sueño.
En las cuevas recónditas de las que sólo tu bosque es dueño.
Ah la noche solitaria: una, cincuenta, cien. ¿Acaso doscientas?

Imaginándome escuchando ya tu voz me imagino.
Soñándome soñándote: que desde ya en la vigilia
te sueño. Levantando la madera de esta fogata viva.
Recorriendo árboles y matorrales y corales marinos.
Sombras que juntas hacen la inesperada comitiva
en una solitaria fogata de la cruda selva y su familia.

Ya llega el día. Ya llega con los aires de enero el veinte.
Círculo solar o lluvia recia de abrazos ardientes,
en el que se mirarán eternos nuestros ojos
y no habrán más aguas profundas que nos separen,
no habrá otra partida ni dolor u otro despojo,
pues quedará en el pasado la distancia y su rastrojo
y aparecerán los soplidos fuertes que nos unan y nos desaten.

Un golpe a la puerta, un llamado más.
Dormir y no escucharte: jamás.