El Acomodador y la Nueva


"Pues no, no compro ningún producto de Apple porque no me da la gana. Porque me pasé a la contrareforma como si estuviera yo jodiéndole la vida al ahora, al actual Lutero. Me armo de ganas y del ejército de mi propia voluntad y mis ganas de hacer berrinche y quedarme quieto como un burro que pone su rabo para no levantarlo jamás nunca. Nada. Ni Microsoft ni cafecito de Starbucks. Mucho menos una de esas hamburguesas McDonalds que van en contra de la entropía como si así de chistoso pudiese uno ir por la vida negando la termodinámica. Tampoco aguanto hambre y me endeudo hasta quedar sin un culo de plata mirando por la ventana como un perro porque no tengo pa' gastar, para comprarme un pedazo de trapo y bolsa que dejará de ser interesante en unos, digamos, dos meses. ¡Dos meses! No. No quiero pertenecer a esas sectas modernas disfrazadas de tecnología donde la gente celebra que se abra una tienda nueva y duerme en las puertas como un mendigo para pagar quién sabe cuánta plata y que hace filas por horas y horas para ponerle pasta metálica a una adicción que más parece un T.O.C. y un BANG en la sociedad. No me vengan con cuenticos de dizque innovación ni pantalones desgastados, envejecidos porque sí, ni comidas que saben diferente porque son de tal o cual marca y son súper buenas, más allá de lo mejor, lo último de lo último, lo más de lo más; y no porque sepan diferente sino porque, mezclados con esa acosadera y ese bombardeo constante de imágenes, cual día D, nos hacen creer que son diferentes y buenos y que hay que tener varios en la alacena a la espera que se venzan porque se nos vencen. ¡Y nos lo creemos! Me molesta esa visión casi religiosa y familiar de Coca Cola y Nike y quién sabe cuánta maricadita más por ahí metiéndose en los portaretratos como si fuera la mamá de alguien o el hijo de alguien o algo importante y no un líquido negro con mucha azúcar y que sirve para soltar las tuercas oxidadas del carro de mi papá. ¿En qué momento se dio que nuestro cerebro se alumbra con las revistas en las mismas partes que se alumbran con los rostros de nuestras mamás, con la intagibilidad de la fe? ¿Por qué este afán de compartir todo con todos a toda hora?"

Luego de tan larga perorata que se decía a sí mismo mientras acomodaba uno de los detergentes para ropa de color en el pasillo tres de la sección de aseo, se decidió a continuar con las cajas de cereal. Era un día feriado en el que tuvo que reemplazar a la Nueva. La tonta hermosa que, por más hermosa y nada tonta, seguro estaba durmiendo justo en ese momento con un alguien que él quisiera ser. Se decidió a hacerlo en espera de que su sacrificio al menos le diera la oportunidad de decirle a ella: "de nada, cuando quieras".  De mirarla a los ojos. De permitirle gastar en ella por lo menos la mitad del salario mínimo que recibía mensualmente y que no le alcanzaba ni para olerlo. Eran ya las cinco de la tarde. Sentado en un banquito diminuto para su gordura, miró por una de las ventanas enormes del súper mercado hacia la calle 53: el cielo estaba gris y las calles, o esa calle, estaba solitaria. El cemento estaba quieto y no temblaba siquiera por la proximidad de un bus articulado. Empezaba a llover. De sus ojos, que le picaban por el polvo de los cartones, se deshidrataba un mundo solitario. Se evaporaba de arriba hacia abajo una laguna azul en la que flotaba un futuro ahogado.