Dos turistas
Era hora de ir por plata. Una ciudad como esas: turística, llena de bares y ventas de postales y desayunos carísimos en plato chiquito con un cafe de dos dedos en un vaso donde apenas si caben, de hecho, dos dedos. Cajeros, por supuesto, todos. En esas ciudades sobran es razones para gastarse el billete y a veces tengo la impresión que la sola pereza basta y sobra (y alcanza para la ñapa) para gastar y gastar y andar lanzando monedas en cuanta fuente -o charco- haya por ahí en las esquinas. El caso es que nos tocó, luego de revisar que la cartera estaba a medio llenar y no de billetes de bajo rango, pero con eso de que cobran hasta por mirar el techo, decía, el caso es que nos tocó devolvernos al cajero automático del hotel por más dinero.
Ah es que una ciudad como esas lo que tiene de sobra es hoteles. El de nosotros, en pleno centro, era un edificio alto, de vidrios negros. De los delgados vistos de frente y eso era porque cada piso representaba apenas dos habitaciones. Una a cada lado. Pero eso sí, les digo, eran LAS habitaciones. Muy grandes, muy pero muy grandes. Con esas camas que tienen el área del tapete de una sala promedio con unas mil almohadas de tamaños tan variados que mi primera pregunta fue '¿y para qué tantas?' pero bueno, es que cuando se es de estrato medio, tirando pa' bajo, y una vez en la vida que uno se gana esos toures con todo pago -menos los impuestos de los tiquetes, las bebidas, la comida, las salidas, el bronceador, la invitada a la nena y un larguísimo etcétera- es decir, con todo pago-excepto, ¿qué es eso de todo-excepto?, parece ciertamente una contradicción a lo ¿por qué en vez de haber algo no hay nada? Mini bar, que era como diez veces mi bar en casa, televisión como del tamaño de la pared posterior a mi cuarto en casa, con un clóset que es del tamaño de mi casa. Llegamos entonces al cajero automático justo a la entrada.
A mano izquierda, cruzando la avenida, estaba una de esas iglesias enormes de tres naves y con esas cúpulas que dan sobretodo miedo en caso de que el infierno exista y con dos torres altísimas, como las de las mezquitas, terminando cada una en tres puntas. Toda ella en piedra y vidrios y complicada hasta decir 'ya no más'. Imagínese ud la hija de la Basílica de San Pedro y de la de la Sagrada Familia y se dará una idea. Ah y la anterior cúpula por dos. Era imponente la berrionda. Tanto que hasta nuestro súper hotel, ultra lujoso, brillante y de nuevo-rico, parecía un teléfono celular al lado del Hermitage. Al lado derecho estaban construyendo un edificio. Esos rascacielos que de tan altos y sobretodo de tan demorados son sobretodo toca-culos. No tengo la menor idea cuánto llevaban construyéndolo para el momento del relato ni cuánto más les faltaría pero es de esas cosas que uno, cuando toma lugar en su pueblo, sólo suspira de tristeza imaginándose el tráfico, las mallas verdes, los señores de casco a toda hora, el polvo, ¡el ruido!, mejor dicho, como cuando el maestro de obra es el que está en la casa dale que te pego a los azulejos del baño por tres semanas: un calvario. Como ver el pasto crecer. Arriba se veían cientos de obreros. Un grúa enorme, de proporciones tipo Transformer, como la que se debió usar para poner el último tornillo a la Estación Espacial Internacional en caso que hubiesen usado una, claro.
Así pues, nos paramos en el cajero echando número a ver cuánto era que necesitábamos en efectivo al menos para ese día. Era evidente que mucho pero no cuánto exactamente. En esas estábamos cuando Mónica me dice, oye Felipe, ¿dime?, creo que estoy como mareada, ¿mareada? ¿en serio? ¿No será por el sol, el mísero desayuno, el cansacio de haber caminado ayer tanto? ¡No! No es eso. Mira la lámpara de la recepción del hotel. (Lo cual era posible pues la puertas eran de vidrio). ¿No es muy grande y pesada para estarse moviendo? Yo sólo atiné a decir: ¡Dios mío! Hasta que alguien, que no podría describir porque aunque lo vi no lo recuerdo bien, salió gritando: ¡está temblando! El piso empezó a sonar como la caña de azúcar en el trapiche. Las personas corrían de lado a lado y se escuchaban muchos gritos. Yo entré en un estado de shock. Me costaba pensar con claridad y mi mente se volvió sobre todo un repositorio de imágenes y sonidos. Como si fuese simplemente una cámara. Inerte. Un mecanismo destinado a grabar. El movimiento aumentaba, el estremecimiento de la tierra se hacía más fuerte y el aturdimiento de la desesperación de las personas era como el de abejas si pudiesen ser sopranos. Como si todo el ruido de los radios mal sintonizados sonara al mismo tiempo. Sentía la mano de Mónica que me apretaba halándome en dirección a la iglesia. Pero no tenía sentido eso. Si había una construcción que podría deshacerse era esa y además era, de entre todas, la más alta, la más monumental. Alcancé a ver cómo los obreros en el edificio de al lado intentaban bajar desde semejante altura por entre el armazón de hierro pero hubo un momento en que ya era un hecho que un edificio a medio hacer no resisitiría mucho ni le daría la oportunidad a todos para salir a salvo. Fue uno, el de una de las esquinas, cerca a la grúa que, supongo, en medio de la desesperación y esperando contar con buena suerte, se lanzó. Era imposible sobrevivir a un salto semejante. Pero seguido a él, empezaron todos a saltar como meteoritos. Uno de ellos cayó justo enfrente mío, a unos, no sé, dos metros y quedó desparramado, medio moviéndose, medio muerto, lamentándose desde lo hondo de sus tripas y sin pedir ya ayuda pues tampoco eso tenía sentido. Mónica no lo soportó más. Me soltó y salió a correr justo hacia la calle frente a la iglesia. Yo desperté de mi letargo cuando, creo, me sentí abandonado por ella. Aunque ciertamente que fui yo quien la abandonó al no reaccionar rápidamente. Al verla alejarse sólo pude gritarle, ¡no! ¡Allá es peor! ¡La iglesia se va a caer! Empecé a caminar hacia atrás, en reversa, hacia donde parecía haber más espacio libre y en donde se amontonaban algunos niños con una maestra y, recuerdo, dos señoras mayores que se cogían de las manos. Me tropecé y caí y al levantar la cabeza vi cómo las dos torres y cada uno de los picos de la iglesia empezaban a caer en pedazos enormes, pesados y estruendosos sobre la calle. Ahí hacia donde Mónica segundos antes se había dirigido. Los vidrios del hotel estallaban como copas caídas de un tercer piso. Se formaban grietas en las calles y cruzaban la plaza en la que yo estaba. El sol brillaba, había el mismo cielo hermoso de hacía apenas unos segundos cuando todo estaba quieto y todos estábamos frustrados por el caos pero felices por, bueno, el caos. Me agarraba la cabeza arrodillado y gritaba con todas mis fuerzas como queriendo detener todo, como creyéndome Dios y gritaba por ella, gritaba por mí, por las señoras cogidas de la mano, por los niños, por los obreros ya muertos, por un mundo artificial que se venía abajo así nada más. Nunca supe cuántas personas murieron en ese evento. Me tomó días salir de esa ciudad y terapias por años para recuperar mi cabeza que se había desensamblado después del terremoto. Nunca supe perdonarme por no encontrar las palabras correctas para dirigirme a la mamá de Mónica y ante la pregunta ¿qué se sabe de ella? responder 'nada, aún no se sabe nada'. Y el tiempo pasa y aún no sabemos nada.
Hubo un día en que el sol brillaba.
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