Un cobro extraño. Una compra extraña. Me pregunté si había sido algo automático. De esas suscripciones a Netflix o a Mubi (o a Onlyfans) que uno deja por ahí rodando sin más cuando ya se perdió todo control, rastro y trazabilidad.
La notificación señalaba que había sido hecha la compra apenas hacía unos cuántos minutos. Cosa que no, no podía ser ni automático ni yo ni mí, porque mi-yo estaba preparando el café y tomándomelo, mientras algún fulano en el ciberespacio del capitalismo terrestre, empleaba mi tarjeta de crédito para comprar quién sabe qué.
Con el miedo de que se hicieran a una mansión con mi dinero -aunque mansión para peces (un pez), de ciudad pequeña y de clase media baja, porque para tanto no me da la vida-, llamé a alertar la situación al súper don maravilloso Banco mío, al que tengo en mi billetera desde hace un largo U.
Me contestaron con su "señor don cliente nuestro, ¿en qué podemos servirle?". Yo pasé a hacer la narración de la notificación, de la compra hecha no-mía, de Onlyfans; y me dijeron que claro, que cómo no, que ya mismo la bloqueaban y que nadie, nunca jamás, podría hacer ninguna transacción monetaria con ese pedazo de producto financiero.
"Tenemos que emitirle uno nuevo", me dijeron. "¿Quiere que sea en la dirección registrada o en una oficina?" Sin pensarlo, porque este cuerpito se ubica en donde la dirección no se encuentra, les dije que en una oficina en Bogotá. En la dirección X con Y. Como si conociera el sistema cartesiano.
Y así quedamos. Debía yo esperar unos cuantos días hábiles, porque en los no hábiles no imprimen sino las facturas que hay que pagarles, y ya podría ir a reclamar mi tarjeta para seguir comprando las cosas que no necesito.
A los 4 días y a las 4 de la tarde, me llegó un mensaje de texto informando que la tarjeta sería prontamente entregada. Yo, satisfecho, alisté mis planes para ir a reclamarla. Luego, me llamaron de muy lejos, desde donde la dirección registrada está atascada, es decir, me llamaron de en donde no vivo yo, a informarme, que la tarjeta estaba ahí con ellos: que había llegado.
Esto era, claro, un error. Había solicitado que la tarjeta llegara a una oficina en Bogotá y no a 640 km de mi existir. Me dijeron los del súper banco don maravilloso que "uy qué pena", que había sido un error y que entonces emitirían una nueva tarjeta a una oficina en Bogotá. Yo, molesto con mi molestia y con su "uy qué pena", apenas pude atinar un "Bueno, gracias" y colgué.
Unos cuántos días después, llamó mi madre que vive con mi padre, en aquella dirección remota, la registrada, diciéndome que la tarjeta había llegado. ¿La tarjeta? Tuve un largo sentimiento de ser varios emojis :/ :O :´( y así. Llamé nuevamente al súper-dúper banco y fue algo como un "oh no. Lamentamos que -llene espacio en blanco con respuestas fórmulas de callcenters de bancos- y entonces le emitiremos una nueva tarjeta". Cuatro días después, una nueva y brillante tarjeta había llegado... a la dirección registrada. De nuevo, lejos de mí y de mi necesidad de hacer compras innecesarias.
En ese punto, mi capacidad de autocontrol estaba en el 'maso' de casi nada. Llamé -por decimoquinta vez- y me dijeron -por decimoquinta vez- que había sido un error y que esta vez sí iba a funcionar; cosa que, unos días después, recibí un mensaje que decía que la tarjeta ya estaba lista y disponible en una oficina que increíblemente se llamaba como ¡yo había solicitado!. Oh la felicidad verde del dinero verde y la rabia feliz de estar bravo-feliz por salir ¡por fin! de esto y de nunca tener más que pensar en que no podía comprar cosas absurdas.
Fui entonces a la oficina y esperé el turno y me senté y le dije al muchacho, "no sabe lo que ha sido todo esto, pero por fortuna, luego de tres tarjetas que llegaron a la dirección de la lejanía, por fin ya está acá, cerca de mí, con uds, acá donde vivo yo".
El funcionario, que estaba menos feliz y menos dispuesto a mi felicidad que se extendía en discurso de casito besos y abrazos, me interrumpió con su mirada de "ok, ya vengo" lléndose a-por la tarjeta. Unos minutos pasaron y regresó y se sentó frente a mí cariacontecido a decirme: "la verdad es que no hay acá ninguna tarjeta a su nombre". ¿Qué? ¿Pero si el mensaje de texto así lo dice? "Déjeme ver señor don cliente" Claro, mire, acá dice. "Uy está muy raro. Buscaré en el sistema" Tac tac tac tic tic. "Ya sé lo que ha pasado: la tarjeta fue enviada a la oficina en Bogotá pero en ciudad pusieron la de la dirección registrada"
Mi esperanza estaba desesperanzada. Más bien, tenía una desesperanza desesperanzada. ¿Y entonces ahora qué hago? "Necesitamos emitirle una nueva tarjeta. Además, llamemos al callcenter para que ella sepa lo que ha pasado y que nos comunicamos desde la oficina tal por cual para que así lo aceleremos y ambos podamos hacerle seguimiento".
"Está bien", creo que maullé y que se sintió como un grito soprano de ópera que opera sobre el dolor. En mi interior sólo había una larga serie de símbolos y asteriscos y signos de número. Pero pues "está bien", entonces esperemos por quinta o sexta vez. Ya ni la cuenta tenía.
Pasaron los susodichos días hábiles cuando recibí, nuevamente el mensaje de texto diciendo que la tarjeta había llegado a la dirección registrada (añada emoji de grito desperado por la ventana rasgándose las vestiduras). Seguido, me llamaron del callcenter a decirme que la tarjeta había llegado a la oficina solicitada, y seguidito, me llamaron de una oficina en Bogotá, una re-equis, a decirme que la tarjeta estaba con ellos.
¡Dímelo tú! ¿Entonces estaba ella en tres sitios al mismo tiempo? ¿Esto no es como violar las leyes de la física?
Le conté la historia a la última persona que llamó, quien se fue a consultar con su super-superior, confirmando que la que tenían ellos sí era la que debía ser y que las otras eran unas impostoras, unas wanabe de tarjetas: inútiles, vacías de capital, sin espíritu de compra.
"Está bien. Ahora paso a reclamar la tarjeta." Y sí, oh mi dios de dioses, pasé, me senté y hablé con el aquél que me había confirmado la veraz veracidad de lo que poseían. Fue a la bodega -un cajón de madera-, identificó mi nombre, la sacó de la bolsa secreta, me la entregó, me la hizo firmar, poner la huella y, finalmente, me pidió que ingresara al app para activarla y dejarla ser viva y feliz. Muy feliz. Así hice, yo muy feliz, cantando cantos gregorianos, repicando las campanas, y cantando canciones de felicidad marxiana y de bolsa de valores.
"La tarjeta no puede ser activada" señaló el app.
El funcionario, en la incomprensión digital, se fue a su sistema que lo sabe todo a ver qué había pasado y ahí me mostró que SIETE tarjetas habían sido emitidas y, que la que yo acababa de tomar, era la sexta. Así pues, ese plástico estaba muerto. Ausente de sí mismo, una presencia sin alma, un cuerpo sin ánima.
Me pidió mil disculpas sin ya ni poderme mirar a los ojos, manifestando que lo más probable era que la número 7, la real verdadera, estaba en la oficina en donde desde el muy principio pedí que llegara.
Despidiéndome, ya sin palabras ni gestos, enredado de memoria y de rotura, me fui a saludar a los de la otra oficina, quienes por fin confirmaron que tenían la que era, la que sí me permitiría comprar lo innecesario, y que este voltear de carro de basura había llegado a su fin.
Respirando y mirando el plástico como el Santo Grial, me fui a comprar algo largamente esperado por lo innecesario de tenerlo. Hice la fila de la caja y extendí el amuleto para cerrar la compra cuando: "señor, esta tarjeta está bloqueada".
Por supuesto que estaba bloqueada. ¿No era la consecuencia lógica de una serie ilógica? Estaba bloqueada de todas las maldiciones que estuve enviando por mes y 20 días intentando entender cómo podía ser esto un esto. Bloqueada por mí y para mí, bloqueada por mi desencanto y corazón roto, por mis caminatas innecesarias y llamadas infinitas. ¡Infinitas!
"No señor, está bloqueada por el banco" Ahí me di cuenta que había hablado en voz alta y que habían más personas en la fila esperando pagar con tarjetas libres y con alas, y quienes no entendían porque manoteaba yo tantísimo.
Tuve que regresar y llamar, por última vez, a informar que lo que me habían entregado no era usable y, finalmente, en un rápido click, me informaron con tono de lo logramos de que quedaba disponible para mi uso irrestricto. Para mi afán de comprar el mundo en 32 cuotas.
Mi dinero, en versión tarjeta, nunca había estado en tantos lugares equivocados. Su ser, que no su materialidad plástica, había estado de viaje, cual mochilero, entre oficinas y direcciones, entre ciudades y conversaciones, mientras yo me ahogaba en la ansiedad existencial de no poder endeudarme otro poquito más.
Al final, días después, me llegó un correo, diciendo que no autorizaban devolverme el dinero de la compra no autorizada y, con ello, resultaron ganando tanto los que me robaron, como el don maravilloso banco, quien de todos modos seguirá recibiendo mis pagos con intereses, como mi decepción de usuario de entre millones, mientras ellos siguen ahogando al mundo con mecanismos para ahogarse y para hacer parecer que lo innecesario, a fin de cuentas, mucha falta sí hace .