Una vez ido. ¿Desaparecido?

Quien se va corriendo arrastra consigo el peso del polvo que se levanta. Se lleva todas las sombras insolubles. Todos los ahogados en los mares. Su propio pasado.

¡Qué será! ¡Qué será!

Las amenazas volverán. Volverán las amenazas con las tormentas y arroyuelos: como las ilusiones.

Amontonadas. Apeñuscadas.

Y una vez elevándose en los aires, sólo darán, como dieron, paso a la frustración porque no hay mar menos manso y grato que el desprecio.

No hay más, se ha dicho, que este horizonte difuso. Espejo del hoy que ya se va. Del que ya se fue. ¿Dónde está la algarabía esperada? ¿El vuelo ágil? ¿La espalda que antes soportaba los cielos, ahora libre? La primera sonrisa es de aquél que llega a su destino como de quien, de él escapando y de su designio, escapa. Cuánto se diferencian nuestros antojos de los racimos que finalmente sostenemos y comemos.

Este hoy no era Hoy.

La sentencia acato.

Estoy que mato al ingrato.
Con una mirada maligna, una pócima secreta o hasta con un zapato.
¿A quién? Al que se fue. Al novato.
Era un hombre timorato.
Era un ser que para todo sentenciaba: “mejor al rato”
“¿Para qué comprar lo caro si siempre está lo más barato?”
Ah es que para el concurso de pereza fue siempre el primer candidato
y de la sociedad siempre se creyó del mejor estrato.
Nunca lavarse tan siquiera un plato.
Siempre dormido, siempre pidiendo. Siempre un mojigato.
Ustedes se preguntarán: ¿y yo por qué vengo ahora con semejante relato?
¿De dónde acá semejante arrebato?
Perdónenme la queja innecesaria, el exceso de confianza y la falta de recato.
Pero la verdad es que hablando en pasado dejo a un lado tanto alegato
y resulto en tercera persona hablando de mí y describiendo mi retrato.
Así es y ahí está. Mil disculpas. Ahí les dejo el dato.
¡Ay que me siento un neonato!
¡Me mato!

Tengo.

Se puede ver todo.
Se puede ver todo pero
nunca se puede ver uno a sí mismo.