Tocando la manija.

Era dolor. Al mirarla, supo que era dolor. La gesticulación, todo el grupo de músculos trabajando conjuntamente para crear en ella una imagen fiel y clara ante sus ojos de cuánto la hacía sufrir. Le corrían ya algunas lágrimas entre los ojos. Arrugaba la frente intentando sin éxito no llorar, no mostrar que acababan de pisotearla y que se sentía humillada, apartada y olvidada. Apenas pudo bajar un poco la cabeza y posar la línea de su pupila con las baldosas a cuadros. Pasaban los segundos. Mortales. El cuarto empezó a llenarse de sentimientos empujando por entre los espacios disponibles los gases inertes. Sólo se escuchaba el sollozar de la garganta de esa mujer quien, sabía claramente, había amado. Se preguntaba qué había pasado entre esos días, ahora pasados, estando juntos, con comidas en medio y planes y familia y amigos. Promesas de paraisos perdidos, viajes y sonrisas. De cuando se comían hasta la saciedad y la gula. De cuando se comían todos sus mutuos recovecos. Qué había pasado para que simplemente la rama que comunicaba sus mundos se hubiese roto para jamás rehacerse. Él configuró una máscara de vergüenza y de impotencia, supo que no podía hacer nada más que caminar por ese rincón oscuro de la mentira y la traición en donde él debía ser el culpable y ella quien sufría las consecuencias del delito. Se acercó apenas un pequeño paso en dirección a ella que parecía desmoronarse lentamente dejando caer de entre sus dedos el papel con la anotación a esfero negro que evidenciaba todo. Miraba solamente sus zapatos que él creía estaban temblando. No era capaz de enderezarse y decirle que debía irse, que no le quedaba más tiempo con ella y que la puerta siempre para él, desde el día uno hasta ese justo instante, había estado abierta. Era un hueco entre las paredes para siempre partir. Pusos sus ojos en dirección a la ventana y a la misma altura en que estaba la cabeza de ella. Afuera sólo se escuchaba el vacío. Algunos carros pasaban. Comenzó a pasarse la lengua por entre los labios como si quisiera lubricar la guillotina que resultaba su boca. Quería desangrarse y era él quien filtraba la vida de ella. Suspiró sin hacer mucho ruido pero profundamente. Mañana muero, ahora ya lo sabes de mi boca. Intentó pronunciar algo más. Añadir explicaciones de por qué había tomado una decisión semejante olvidando tanto pasado y tanta agua bebida y por beber. Ella no pudo siquiera repetir lo que acababa de escuchar. Sólo le quedaba entre las nostalgias el sonido de los zapatos que casi arrastrándose se iban cruzando la puerta.

El peso.

Por supuesto no valía la pena. No tenía sentido discutir semejante cosa con quien ignoraba todo cuanto había pasado. Todas las largas caminatas. Todos los bultos que sus hombros habían resistido. Todo el peso del sol y el sudor y la piel descalza que se deshacía por el maltrato constante de un camino sin delinear. Era simplemente imposible pensar que esos ojos de vidrio de muñeco pudiesen tan siquiera compadecerse por el nivel de agitación, por el sonido fibrilante de su garganta, por sus cayos ni por la piel que ya parecía forrar los huesos. Iba hasta el pico de la colina a rellenar de tierra cada uno de las decenas de sacos dispuestos a sus pies. Le tomaba más de tres horas completar uno solo. La caminata era ardua y desgastante. Le daba tiempo para pesar su desgracia y este castigo infame por el pecado de otro. Pero no había más. Es lo que hay. Era lo que había. Dedicó horas y horas, de varios días y de un par de semanas para completar la labor. Siempre al volver miraba de reojo a su carcelero, al muro blanco de su rostro esperando al menos una comisura que se moviera en alas de conmiseración, una mirada de cariño, una palabra de aliento.
Cuando terminó, sediento, se acercó finalmente casi de rodillas -y no por la falta de dignidad ni orgullo sino por falta de energía- al puesto de mando y dirección de semejante hombre pugnaz: "he terminado, trescientos cuarenta y tres sacos. ¿Puedo retirarme?"
El hombrecillo aquél, de estatura mediana, con una cuanta de barriga, sentado por días eternos de años inmemoriales en esa misma silla viendo a reos y desgraciados cumplir sus condenas forzadas y forzosas arrastrando cadenas, alzando ladrillos y cementos, golpeando la piedra dura, cargando miserias y nostalgias, le dedicó apenas un parpadeo y mientras alistaba el siguiente cigarrillo le aclaró con un sable el panorama: "son tres colinas. LLevas una".

¿Qué dice? ¿Que me pise?

Uno siempre quiere eso pero, al final, no es eso realmente lo que uno quiere. Es lo que uno dice que quiere lo que, precisamente, uno no quiere. Pero sin embargo, lo dice.

Adjet-drez.

¿Por qué aveces se dice "en todo el sentido de la palabra" si, aunque teniendo muchos sentidos una palabra, sólo puede tener el sentido que tiene?

Mannheim.

Cruzo el Atlántico para estar en tu regazo.
Miro azulado tus ojos y te abrazo.
Estoy contigo.
En tu sueño y tu cansancio.
En el año que para ti llega.
En cada uno de tus pasos.

Presueño.

Eran las tres de la mañana. La luz de la cocina del apartamento contiguo alumbraba una de las paredes y permitía apenas esbozar las pocas cosas que habían en su habitación. No podía dormir. El colchón viejo y ya tan usado había sido empujado a un rincón junto con la única maleta que tenía. La ropa del día estaba a medio doblar sobre la baldosa roja cuarteada por los años y la humedad. No había música. Sólo el sonido de una gotera en el patio del primer piso en donde se bañaban los niños más pequeños. Un ritmo lento, aveces rápido. El sonido del agua que caía, le recordaba a la ducha de su abuela. Su niñez secándose las manos en toallas perfumadas que era intocables pero que él usaba y con todos esos pequeños jabones aún envueltos en  plástico. Esa cortina de olor a plástico madurado. Todos los huecos taponados por el óxido ancestral, le dejaron entonces  filtrar apenas un hilito mojado que era suficiente para bañar la piel tersa de los primeros años y los pliegues de los últimos. Tenía los pies fríos. La noche estaba estrellada o parecía estarlo. Hacía frío. Entraba un viento afilado y constante por la única rendija dañada de la ventana que más temprano había tapado con el periódico de la mañana y, que la lluvia reciente, había tirado al traste. La ingeniería de la cinta pegante había cedido a la fuerza natural. En ocasiones, el vidrio silbaba a fantasma y a augurio de augustos porvenires. Sentía como si la salmuera del mundo entrase vaporosa por ese pequeño ducto y se desparramase justo entre la comida que guardaba y llevaba guardando por semanas anticipando su partida. Pero, ¿se iría? Esa era su pregunta. Llevaba yéndose constantemente, escapando de un vacío que no lograba entender o hallar, de una especie de velo invisible que aparecía de repente en los lugares que visitaba después de algunos días y que lo asfixiaba como la máscara al que está próximo a ser decapitado. Aveces sucedía en horas, otras en semanas. Pocas en años. Sentía inicialmente una angustia profunda, un temor callado de ser reconocido y aceptado en un espacio del que desconfiaba pues desconfiaba de todos los espacios llenos. Al final la desesperación se abría paso y la claustrofobia adquiría siempre un matiz absoluto pintando todas los ladrillos y todos los cementos. Cuántos años de climas diversos, de comidas con sabores distintos. Cuántas introducciones, cuántos mucho gusto, mi nombre es y estudié en y trabajo en y vengo de. Cuántos borradores de charlas. Pesadillas de cubos sin aristas y mares sin contenedores.
Intentó despejarse los ojos para arrancar con las manos los pensamientos y las preguntas. Miró a la puerta a medio cerrar y pensó en que quizás, si la cerrara completamente, no tendría ese frío glacial en los pies que lo mantenían recapitulando frases perdidas en bocas de recuerdos borrosos. Suspiró. La puerta seguiría así hasta que el sol alumbrara. Se iría. Intentó enrollarse entre las capas y capas de cobijas repitiéndose a sí mismo que mañana era otro día y que cada mañana es otro día. Que había mucho por hacer, zapatos por embetunar, cargadores por recoger. Había que enviar una carta a su familia informando sobre su nuevo paradero, reservar los tiquetes y el hotel o finalmente llamar a algún conocido. Debía dormir inmediatamente. Dejó una nota mental para recordar esas horas desveladas a través de la sombra de su mano sobre la almohada. Se dio la orden de apagar el cerebro y limitarse a cumplir con el reposo nocturno mientras seguían deslizándose las gotas por el sifón del patio. El viento por la rendija mantenía su curso. La gotera escupía. Su respiración tranquila, su estómago estremeciéndose, el deslizar de sus piernas por las cobijas, seguía escuchando el grito de sus tripas, la saliva por su garganta y todas las manías de la sangre empujada por su corazón.