El peso.

Por supuesto no valía la pena. No tenía sentido discutir semejante cosa con quien ignoraba todo cuanto había pasado. Todas las largas caminatas. Todos los bultos que sus hombros habían resistido. Todo el peso del sol y el sudor y la piel descalza que se deshacía por el maltrato constante de un camino sin delinear. Era simplemente imposible pensar que esos ojos de vidrio de muñeco pudiesen tan siquiera compadecerse por el nivel de agitación, por el sonido fibrilante de su garganta, por sus cayos ni por la piel que ya parecía forrar los huesos. Iba hasta el pico de la colina a rellenar de tierra cada uno de las decenas de sacos dispuestos a sus pies. Le tomaba más de tres horas completar uno solo. La caminata era ardua y desgastante. Le daba tiempo para pesar su desgracia y este castigo infame por el pecado de otro. Pero no había más. Es lo que hay. Era lo que había. Dedicó horas y horas, de varios días y de un par de semanas para completar la labor. Siempre al volver miraba de reojo a su carcelero, al muro blanco de su rostro esperando al menos una comisura que se moviera en alas de conmiseración, una mirada de cariño, una palabra de aliento.
Cuando terminó, sediento, se acercó finalmente casi de rodillas -y no por la falta de dignidad ni orgullo sino por falta de energía- al puesto de mando y dirección de semejante hombre pugnaz: "he terminado, trescientos cuarenta y tres sacos. ¿Puedo retirarme?"
El hombrecillo aquél, de estatura mediana, con una cuanta de barriga, sentado por días eternos de años inmemoriales en esa misma silla viendo a reos y desgraciados cumplir sus condenas forzadas y forzosas arrastrando cadenas, alzando ladrillos y cementos, golpeando la piedra dura, cargando miserias y nostalgias, le dedicó apenas un parpadeo y mientras alistaba el siguiente cigarrillo le aclaró con un sable el panorama: "son tres colinas. LLevas una".