Ya.
Pero así como no pudo ser, hoy maravillosamente sí es, justo ahora, mientras las letras se me riegan. Ya.
Coordino, cuadro, soy parte, me siento adentro, ahí, justo donde debía estoy, ya mismo, aquí mismo.
En este cuadrado mágico.
En este cíclico cuadrado hecho infinito.
Y es este sonido que me mantiene atado: a ese bamboleo, a esa cadencia, a ese fondo, a esa singularidad.
Estas palabras que, mientras esto escribo, estoy oyendo.
Dos sonidos agudos. Un golpe. Una voz grave. Y aquel brillo.
Corren de a ocho. Como por relevos olímpicos.
Azul o verde pienso aquí. La sinestecia de este mundo o de aquél.
Un amarillo, algo brillante.
Oscuro. Humo.
Blanco y negro.
!Ah el bajo¡
La nota.
Ya.
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La noche y su luz.
No sé.
La tambora suena al fondo. Los golpes. El ritmo, los pasos.
Ahí sobre la baldosa se agitan como lombrices cuerdas y dedos.
Se rasguñan metales. Se empujan cuerpos.
Y yo conocido y conociendo me hundo en el vaho de lo irreconocible.
Se ven rostros. Veo ojos. Veo dientes.
Unos ríen. Otros aspiran. Se quejan, se mueven.
Al latido del sonido mezclan sus formas. Y sudan.
Miran. El techo es el cielo inalcanzable.
El premio aparece y parece estar arriba.
Donde todo es blanco, intangible, efímero.
Las nubes se han filtrado en este recinto.
En este hogar donde vive ahora el mundo.
Las colinas verdes, los grandes lagos, las montañas infinitas.
El Horizonte.
Vuelan los pájaros sin plumas.
Se arrastran los reptiles ansiosos del verde que han perdido.
Que quizás no tienen o jamás han tenido.
Unos apenas párvulos sollozan su inmersión primera.
Su caída primera.
Su vez primera.
Otros bostezan sus décadas.
Sus tristezas, sus engaños.
Y es un día más. Una noche más.
El licor reaparece como La Viuda.
Viene y se queda. Me llama su amigo.
Se recuesta. Parece dormir.
Parece apenas existir.
Está borracha, ebria, perdida.
No sé.
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