Se miró al espejo como siempre lo hizo. Como todas las mañanas antes de cepillarse los dientes, antes de despejarse el cabello y quitarse las lagañas. Era evidente. Era esa evidencia que llega tan clara y completa como cuando la luz llega a los focos tras un apagón y alumbra y despeja todos los rincones del cuarto. Se dijo que quizás nunca realmente observó sus rasgos con tanto detalle y que tal vez hayan sido tantos años dedicados al trabajo, a la familia, a esos dos perros y ese gato, a tantas plantas que había por regar, a reuniones y reuniones, a viajes y paseos, a las citas con la familia, a las citas con los amigos, a las citas con las citas, a ver la televisión y cocinar y comer. Tanto tiempo dedicado a vivir y nunca notó que se le había ido la vida mientras vivía. El espejo dejaba ver nuevas arrugas, las primeras que todos ya seguramente habían notado. Dejaba ver menos pelo donde alguna vez lo hubo, un ojo mas caído, un cuello gallináceo. ¿Cuánta comida hay que sacarle a la nevera para decir que está ya casi vacía?
Es extraño, se dijo. Soñé que vivía la vida de un adulto y hoy me levanto con doce años cumplidos. Mamá ya debe haber servido el desayuno y me espera el bus para el colegio. ¿Cuántos años deberé esperar para quejarme como lo hace papá cada vez que se mira al espejo y suspira en silencio?
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