Eran las tres de la mañana. La luz de la cocina del apartamento contiguo alumbraba una de las paredes y permitía apenas esbozar las pocas cosas que habían en su habitación. No podía dormir. El colchón viejo y ya tan usado había sido empujado a un rincón junto con la única maleta que tenía. La ropa del día estaba a medio doblar sobre la baldosa roja cuarteada por los años y la humedad. No había música. Sólo el sonido de una gotera en el patio del primer piso en donde se bañaban los niños más pequeños. Un ritmo lento, aveces rápido. El sonido del agua que caía, le recordaba a la ducha de su abuela. Su niñez secándose las manos en toallas perfumadas que era intocables pero que él usaba y con todos esos pequeños jabones aún envueltos en plástico. Esa cortina de olor a plástico madurado. Todos los huecos taponados por el óxido ancestral, le dejaron entonces filtrar apenas un hilito mojado que era suficiente para bañar la piel tersa de los primeros años y los pliegues de los últimos. Tenía los pies fríos. La noche estaba estrellada o parecía estarlo. Hacía frío. Entraba un viento afilado y constante por la única rendija dañada de la ventana que más temprano había tapado con el periódico de la mañana y, que la lluvia reciente, había tirado al traste. La ingeniería de la cinta pegante había cedido a la fuerza natural. En ocasiones, el vidrio silbaba a fantasma y a augurio de augustos porvenires. Sentía como si la salmuera del mundo entrase vaporosa por ese pequeño ducto y se desparramase justo entre la comida que guardaba y llevaba guardando por semanas anticipando su partida. Pero, ¿se iría? Esa era su pregunta. Llevaba yéndose constantemente, escapando de un vacío que no lograba entender o hallar, de una especie de velo invisible que aparecía de repente en los lugares que visitaba después de algunos días y que lo asfixiaba como la máscara al que está próximo a ser decapitado. Aveces sucedía en horas, otras en semanas. Pocas en años. Sentía inicialmente una angustia profunda, un temor callado de ser reconocido y aceptado en un espacio del que desconfiaba pues desconfiaba de todos los espacios llenos. Al final la desesperación se abría paso y la claustrofobia adquiría siempre un matiz absoluto pintando todas los ladrillos y todos los cementos. Cuántos años de climas diversos, de comidas con sabores distintos. Cuántas introducciones, cuántos mucho gusto, mi nombre es y estudié en y trabajo en y vengo de. Cuántos borradores de charlas. Pesadillas de cubos sin aristas y mares sin contenedores.
Intentó despejarse los ojos para arrancar con las manos los pensamientos y las preguntas. Miró a la puerta a medio cerrar y pensó en que quizás, si la cerrara completamente, no tendría ese frío glacial en los pies que lo mantenían recapitulando frases perdidas en bocas de recuerdos borrosos. Suspiró. La puerta seguiría así hasta que el sol alumbrara. Se iría. Intentó enrollarse entre las capas y capas de cobijas repitiéndose a sí mismo que mañana era otro día y que cada mañana es otro día. Que había mucho por hacer, zapatos por embetunar, cargadores por recoger. Había que enviar una carta a su familia informando sobre su nuevo paradero, reservar los tiquetes y el hotel o finalmente llamar a algún conocido. Debía dormir inmediatamente. Dejó una nota mental para recordar esas horas desveladas a través de la sombra de su mano sobre la almohada. Se dio la orden de apagar el cerebro y limitarse a cumplir con el reposo nocturno mientras seguían deslizándose las gotas por el sifón del patio. El viento por la rendija mantenía su curso. La gotera escupía. Su respiración tranquila, su estómago estremeciéndose, el deslizar de sus piernas por las cobijas, seguía escuchando el grito de sus tripas, la saliva por su garganta y todas las manías de la sangre empujada por su corazón.
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