De las palabras invisibles

Hace unos años, viajando de Estados Unidos al Perú, tuve que hacer parada en El Salvador, lo cual es maravilloso porque me da la oportunidad de comer pupusas, así sea en el aeropuerto. Una vez cumplida esa misión y ya sentado en el avión, o más bien, en la silla del avión, que era de esas sillas que quedan en la mitad de otras dos, porque pues de qué otro modo podría uno estar en la mitad, nos pasaron un formulario que debíamos llenar y entregar en el siguiente destino. El señor de al lado me preguntó que para qué era eso, que él eso no lo iba a llenar, que qué bobada, que eso al final nunca es necesario. Yo, ni asintiendo ni sin asentir, le dije que, bueno, que normalmente es obligatorio, pero que quizás había algún atajo ahí. Yo llené mi formulario y me preparaba para mirar lo que había por mirar -pues era un vuelo de varias horas- hasta que el señor se me acercó y en voz baja me preguntó si podía yo ayudarle con el formulario. El señor no sabía ni leer ni escribir. Yo, por supuesto, me sentí enormemente honrado de colaborarle y, una vez finalizada la tarea, nos pusimos a conversar. Estando en esas, la señora de al lado, también me pidió que le ayudara con el formulario por exactamente la misma razón. Así que también hicimos la diligencia y nos quedamos conversando los tres: yo a mis treinta y tantos, ellxs a sus setenta y piola. Al finalizar el viaje, nos abrazamos y nos despedimos. 
Dos semanas después, ya de regreso de Perú a Estados Unidos, también hicimos parada en El Salvador, cosa que fácilmente la mitad del avión venía con salvadoreñxs. Yo, que tengo mi par de amigxs de allá, siempre me riego como la sopa en amor por su cultura y sus pupusas. ¡Tienen que probarlas! 
El caso es que llegamos al aeropuerto en Estados Unidos, muy a las 11pm y yo no veía la hora de llegar a la "casa" porque al otro día tenía que estar funcionando temprano. La auxiliar que venía frente a mí estaba con dos personas de la tercera edad, salvadoreños también, a quienes llevaba en sillas de ruedas. Como era tan incómodo para ella manejar dos sillas a la vez, me ofrecí a llevar una y así me quedé conversando con la señora de la silla que yo llevaba, hasta que ya era hora de pasar por Migración en donde la dejé. La señora no sabía hablar Inglés y el funcionario no sabía hablar Español, y como yo ya había conversado con ella, me pidieron hacerles de traductor, lo cual hice encantado porque la señora era encantadora. Luego de ella, me pidieron el favor que lo hiciera con otro señor, luego con otro y otra y otro y otra y así, resulté traduciendo de un lado al otro y abrazándome y despidiéndome de varixs salvadoreños de la tercera edad que iban a visitar a sus familiares. 
Recuerdo el funcionario cuando dijo "pregunte por favor si llevan comida", lo cual pregunté tal cual. Necesitaban un sí o un no. Sin embargo, la respuesta solía ser algo como "claro, llevo pollo y tales frutas y tales verduras y un plato que le gusta a mi hijo y, además, un paquete de X y otro de Y  y tres bananos y, y, y..." y así una larga explicación para una pregunta de sí o no. Yo nunca quise interrumpirles. Sentía que contarme sobre la comida que llevaban a sus familias, era motivo de orgullo, de satisfacción y de emoción. Para algunxs era la primera vez que salían de su país. El funcionario, aunque no entendía, les dejaba dar todas sus explicaciones y me miraba y se sonreía. 
Así pues, dos horas después, una vez acabé con mis servicios de intérprete, me pusieron el sello de entrada a los Estados Unidos, y aunque estaba como de recoger con cuchara, me acosté con el alma llena y sonriente. Es un recuerdo hermoso que tengo muy presente. La felicidad está en los otros y cada abrazo que me dieron y cada sonrisa e historia que me contaron, me hizo suspirar. Seguro no me recuerdan ya, o quizás sí, pero no importa. Yo los recuerdo muy bien y recuerdo lo que hicieron por mí, por mi corazón y por mi espíritu. Ojalá salgan más viajes así. 

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