De una luz que quemara mi rostro.
De un sonido que invadiera el aire que respiro.
De un espacio finito que pudiesa palpar.
Me dejaste en un cuarto cuyas paredes son mi propia piel.
En donde estoy conmigo y a nadie puedo hablar.
Me desaparezco sin saber si sigo vivo.
¿Cómo doy cuenta de mi existencia?
¿Qué podría indicar el punto de mi yo en un aquí y en un ahora?
El encierro y el olvido.
Una noche infinita sin estrellas en el infinito temporal es ahora mi universo.
Pequeña área sin registro que navega inúltimente mi conciencia
intentando dar un mapa físico a esta cama en la que me recuesto.
A este piso y esto que parece una puerta sellada.
Siento que me encuentro entre la intersección de vivir y de estar ya muerto.
Y retorno a mi memoria y alguno de mis sueños
buscando el reto del oasis inasible
que aparece en este desierto de penumbra absoluta y silencios.
Me atacan mis nostalgias.
Suena un piano y una flauta.
Las orquestas todas retumban dentro de mi cabeza
acosándome por renacer más allá de mi cuerpo.
Un pitido constante,
ruido acumulado de todo aquello que pudo sonar en mi pasado.
Me acosa y me persigue y no puedo sino golpearme
contra las paredes rogando por orden sonoro o de nuevo filoso mutismo.
Mi mente busca manifestar a sí misma el mundo.
Crear un saco de señales en el cual pueda introducirme y asfixiarme.
Y se detiene y vuelve. Me despierta cuando estoy despierto.
No sé cuánto tiempo ha pasado ni cuanto habrá de pasar.
Ahora puedo ver luces en esta ceguera inducida.