Afuera.



Nadie es una isla en sí mismo, decía.
Y lo dijo la campana por quién las campanas doblaban.
Dan ganas de llorar. Pero llora la parte que se queda.


Cuesta. Duele un poco. Es un tema de, cómo decirlo, cambio. De ver que las cosas son sólo pequeñas partes de cosas más grandes que conforman el Todo de la vida. De toda la vida. La que percibimos y la y lo que no percibimos. La que aveces no notamos por no esforzarnos o la que nos llega por casualidad. Las pequeñas partes que se le presumen a las cosas y sus realidades o a La Realidad, son las que hacen nuestra realidad. Que bien puede ser un espacio confuso dado que nuestros sentidos no son los mejores y somos una especie como tantas otras tratando de sobrevivir. Sólo que ya confundimos el significado de mucho y los hicimos viable. Pero eso es lo que vemos y no podemos ver más que lo que, por vez primera, vemos. Como cuando le vemos colores al sonido. Como cuando vemos que oímos.

Todo se desliza en un inseparable dibujo. Y todo se va en pequeñas porciones, una conectada con únicamente otra. Que la dualidad sea aquello que empuja, aquello que evita.

Y heme aquí, transcribiendo.

No me queda más que la intención. Decidir olvidar el resultado de algo antes de conocer el resultado, es dejar también de desear: decidiendo. El carro que cruzaba hace poco, interrumpo, tuvo ese sonido lejano pero puntual, como que se siente, se percibe pero es poco claro, es claro que está pero no es claro su sonido al escucharlo. Llueve, tengo la impresión. De fondo. Suena a la lluvia que cae y que sentimos presente mientras estamos concentrados en otra cosa completamente diferente. Más o menos así.

Y es que darle palabras a las cosas es acomodar otras cosas con cosas que le son diferentes. Aveces menos, aveces más. Y en esencia, es por vernos, escucharnos, tocarnos. Por, básicamente, conocernos.

Nadie es una isla en sí mismo, decía.
Y lo dijo la campana por quién las campanas doblaban.
Dan ganas de llorar. Pero llora la parte que se queda.

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