Y quizás la IA podría, una vez esté yo atado a los cables de la rampante modernidad —los literales y los figurados—, digo, una vez esté yo leído hasta decir ya no más, de tanto aparato conectado umbilicalmente conmigo y mi cuerpo andante y mi yo pensante... digo, quizás la IA podría hasta escribir exactamente, y con contada anticipación, las líneas que yo escribiría y hacer las imágenes que yo haría. Sí, quizás podría, pero... ¿cómo reemplazaría el placer que siento de yo mismo, de a-yo mismo, hacerlas?
Porque es seguro que en mi futuro no aguarda un Nobel o un Hasselblad, y hay tanto escrito y tanto hecho por tantos Nobel y tantos Hasselblad, que, ¿qué sentido tiene tener al yo, al a-yo, hacer algo ahí, lanzando mi algo-ahí al pozo cuasi infinito de la montaña cuasi infinita de genialidades de genixs Nobel y de genixs Hasselblad? No tiene sentido, no; excepto que nadie de esxs soy yo. Ni yo soy ninguno de esos Nobel ni de esos Hasselblad. Ni la IA soy yo.
Y me llega entonces un artículo científico, de esas revistas importantes, donde dice que una IA escribió poemas mejores que los escritos por poetas porque fueron evaluados como mejores por no lectores de poesía, que son la muy gran mayoría, y siento que lo que sentía, me sentía. Y me senté, y no me siento. Ahora no me siento.
Excepto que sí, que sí: ya la IA es mejor. Y porque mejor que yo no era tan difícil, y seguro nació, con sus cables complejos y luces de universo titilante, siendo mejor que mi-yo por siempre y para siempre. Pero esa IA no soy yo. No es mi inteligencia, que tal vez, aunque escasa, la hay —lo juro que la hay—, y yo no soy artificial porque este dolor de rodilla y este guayabo no es artificial.
Y no me va a quitar el placer de yo hacer mis letras y de tomar mis fotos, ni tampoco entraré a competir con ella. No. Porque no nos podemos mirar rayado ni podemos hacer sonidos jum de indignación. ¡Qué te diré, IA! Naciste para ser mejor que este mi-yo, pero ni yo soy tú, ni tú eres yo, y pues yo soy yo.
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