La verdad estaba en ese archivo. Todas las personas que bajo su yugo habían caído, todas las historias inventadas, todas esas pantominas y esas cortinas de humo, que eran de hierro. Sabía que sólo debía encontrarse ese pequeño dispositivo que acumulaba un historial macabro de gritos y opresiones.
Se hizo un matemático primerizo para sobrellevar la carga de no encontrar una clave perfecta que sólo él pudiese saber y conocer. A través de una serie de mecanismos intentaba obtener una distribución adecuada de letras, números y símbolos que le permitieran sólo a él acceder al contenido.
Había sido sistemático y decidió armarse de toda la academia que pudo.
Carpetas de fotografías y videos acumulados de ya varias décadas de actividad constante y apasionada. De estudios formales y estadísticas. Entrevistas de tantas bocas rojas. Tantos cuerpos desnudos. Tantos suspiros y gritos. Imágenes de centenas de algoritmos e intentos tangibles, a ensayo y error, hechos a mano entre la desesperación y la convicción de quien sólo cree cierta su propia visión del mundo que le contiene.
Amontonada estaba la prueba, en ese ícono símbolo visible titilando en la pantalla de su computador y cuyo nombre era una cifra de errores sistemáticos, de almas. Él sólo necesitaba una clave perfecta.