No comprendo porqué tuve que aparecer en un universo en donde la coliflor se come.
Apenas si concibo uno junto a la cebolla. Apenas. He logrado a punta de esfuerzo y de varios años de terapia y meditación que entremos en charlas. Y pues ahí vamos: con esa relación tormentosa. De amor y odio.
Unas veces nos queremos, nos usamos, nos tocamos. Otras, sin más, el rechazo es mutuo y no podemos siquiera mantener una charla formal o una simple mirada.
Pero no con la coliflor. No. He de conjurar a todos los dioses por su extinción. Por su desaparición forzosa.
(Cuántos almuerzos perdidos, cuántas ensaladas)
A decir verdad, nunca hemos cruzado palabra alguna. Por cada cucharada, un vaso lleno jugo. Un malestar. Un suspiro lastimero. Una mirada al cielo. Una súplica. Una maldición.
De niño, al salir del colegio, con hambre de cosas ricas, empujado por los gritos de mis tripas, apurado por los arrebatos de mi estómago, me sentaba a la mesa sonriendo en espera de la merienda. De los olores de un almuerzo, del ritual y del canto, del mediodía. Fui feliz todas las veces. O casi todas. En las casi la infelicidad tomaba nombre y cuerpo. De repente, entre el plato, sacaba la cabeza un pedazo de coliflor.
Disfrutaba, aún lo hace, hacerme sufrir. Me miraba altanera. Me desafiaba. Se reía. Sabía que iba a ganar. Que yo era y siempre he sido en esta batalla el perdedor. Que lo seré: para siempre.
¿Por qué en este mundo? Hubo tantos para elegir. Tantos universos. Tantas posibilidades.
Y habrá, claro, para mi total desesperanza, un mundo paralelo, un universo perdido en el que todas las flores adornen las esquinas de los ríos. En el que se pinten todas las aguas y todas las telas de pétalos infinitos. Un mundo en el que las flores se sumerjan en sopas y cremas. Uno sin coliflor.
Sin embargo, y que los astros nos protejan, habrá otro: un mundo triste y oscuro, donde todo cuanto se haga y se construya sea en honor a, por y para mi enemigo mayor. Un realidad de un sólo plato, de restaurantes con variedad ninguna en donde los menús tengan una única palabra. U mundo de gente feliz. En el que hasta las cucarachas sueñan coliflores en sus paraísos. Uno donde dios se sienta no en forma de Loto, pero sí de coliflor.
Si he de llegar a ese territorio. Si he de nacer ahí. Que la Providencia elimine inmediatamente mi existencia.
Inmediatamente.
Mientras tanto, me arrastro.
De un desierto.
Si esta línea es cierta, todo es incierto.
No hay más que el último olvido.
Que nos sopla.
Que nos sopla.
Que nos sopla al oído.
El cuerpo vivo, ya está muerto.
No hay más que el último olvido.
Que nos sopla.
Que nos sopla.
Que nos sopla al oído.
El cuerpo vivo, ya está muerto.
Un ratón por la ventana.
Acá estaré mirando por la ventana los ratones que me miran por la misma ventana.
Por esa ventana que es a la vez puerta. La otra puerta. La que está frente a la puerta que no es ventana. Sólo puerta.
Creo que hemos iniciado una relación interesante. Son dos. ¿O cuento el mismo dos veces? Lo dudo, lo he visto dos veces y al mismo tiempo. Deben ser dos.
Me miran con curiosidad. Creo que les gusto. ¿Tendrán hambre? Yo sí, pero no de ellos.
Mientras tanto mantendré la puerta-ventana. (No, la uso más como ventana que puerta)
Decía: la mantendré abierta arriba y cerrada abajo.
Y es que, claro, me costó sustos acostumbrarme a las arañas en la ducha. Palmadas, a los zumbidos nocturnos de los zancudos en mis oídos. Chancletas y chancletazos a los demás que mis conocimientos taxonómicos no me permiten clasificar. Pero a los ratones, bueno, no sé, necesito tiempo. Soy malo para las relaciones serias cuando parte del acuerdo es el irremediable silencio.
Ahí se sientan y me miran y mientras, entre tanto, recorren el único pedazo de cemento libre. Husmean, caminan; caminan, husmean. Me miran y esperan que los deje entrar. O eso creo que intentan decirme con sus bigotes. Son simpáticos. Parecen niños jugando y se asustan con medio suspiro. No necesito más que poner el dedo en el vidrio y corren.
Somos amigos ya, tengo la impresión. De algún modo esto funciona.
Habré de hacerles un día de estos una cena en mi silla-mesa-escritorio-convidadero. Con velas.
¡Y una botella de vino!
De las baratas.
Por esa ventana que es a la vez puerta. La otra puerta. La que está frente a la puerta que no es ventana. Sólo puerta.
Creo que hemos iniciado una relación interesante. Son dos. ¿O cuento el mismo dos veces? Lo dudo, lo he visto dos veces y al mismo tiempo. Deben ser dos.
Me miran con curiosidad. Creo que les gusto. ¿Tendrán hambre? Yo sí, pero no de ellos.
Mientras tanto mantendré la puerta-ventana. (No, la uso más como ventana que puerta)
Decía: la mantendré abierta arriba y cerrada abajo.
Y es que, claro, me costó sustos acostumbrarme a las arañas en la ducha. Palmadas, a los zumbidos nocturnos de los zancudos en mis oídos. Chancletas y chancletazos a los demás que mis conocimientos taxonómicos no me permiten clasificar. Pero a los ratones, bueno, no sé, necesito tiempo. Soy malo para las relaciones serias cuando parte del acuerdo es el irremediable silencio.
Ahí se sientan y me miran y mientras, entre tanto, recorren el único pedazo de cemento libre. Husmean, caminan; caminan, husmean. Me miran y esperan que los deje entrar. O eso creo que intentan decirme con sus bigotes. Son simpáticos. Parecen niños jugando y se asustan con medio suspiro. No necesito más que poner el dedo en el vidrio y corren.
Somos amigos ya, tengo la impresión. De algún modo esto funciona.
Habré de hacerles un día de estos una cena en mi silla-mesa-escritorio-convidadero. Con velas.
¡Y una botella de vino!
De las baratas.
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