Miércoles diez con nueve

Se callaron todas las voces. Las manos han sido atadas. Que se apague la lámpara finita y se resquebraje el vidrio de tus ojos. Que se agote mi sudor y se evapore mi último refugio. Marcas y rastros de una memoria rota.

De reojo.


Hay una soledad en esta ventana. Hay vidrios que reportan cuerpos caminando y camas vacías. Luces en las paredes de televisores prendidos que nadie ve. Un cuerpo que gira intentando atrapar el sueño sobre una alfombra rota y que ahora mira por su ventana. Hace el sol de las cuatro y la ciudad que está viva parece muerta. Entre estas paredes, metido en este cubículo con una puerta bloqueda por mis propias manos y la nevera vacía. Días en que el agua corre tonta y sola mientras me baño y entreveo mi propio reflejo en las baldosas. Percibo más las grietas que a mí mismo. Aveces canto. Aveces creo que cantar se asemeja a volar. Aveces bailo y camino y cuento los pasos entre cada cuarto y brillo descalzo el piso de madera esperando abrir un túnel invisible entre cada vivienda y hundirme bajo las vigas que sostienen este edificio viejo y gritar y gritar sumergido todo con la boca llena de tierra. Creo que la historia lo resuelve todo. Que recorrer con mi propia sangre la Reforma o los Templarios, quizás Al-Ándalus, la sombra de eso que llaman Lucy, el acero y la espada, el vapor que empuja, el aceite negro que apaga, creo que lamer todo lo escrito y tallado me pondrá en el camino de vuelta al tiempo y la entropía. Que me devolveré olvidando que soy y existo y me soy en esta hora en que me tocó vivir y vivirte. Empujar a Juana de su hoguera y dejar mi cuerpo abandonado entre esas llamas. Que sea ella quien se haga Santa y yo sólo cenizas.  Me curo, cumplo la expiación de mis propias imágenes de cuando duermo o cuando te toco y nos tocamos y quiero que las rocas converjan en mí y ropan mis huesos, de cuando debo introducirme en vagones irrespirables sin luz y con el destino repetible de siempre, de todos los años, de todos los días, con la maldita e imparable rutina, con la carga de todos esos que se hayan a sí mismos fabulosos y sienten el deber de compartir su fabulosidad a gritos y empujones y de esos miedosos que quisieran no estar ahí y no tener que reunir siempre monedas y todos los días pensar que o esto o comer. Me sufro. Me desgarro desnudo frente al único espejo que puedo ver. No tengo esa piel que quiero vestir ni son esos ojos los que he deseado para ver. Pero me queda el equilibrio, el máximo desorden, el fin o cuando menos ese fin.

Viernes catorce con doce

Viernes que duelen. Viernes que arrancan y filtran entre heridas ya existentes cada rostro apacible, cada suspiro feliz. Queda un cuarto vacío y un grito. La sombra de algo que puede ser. ¿Cómo dar nombre a lo que avergüenza? ¿Cómo mirar el cuerpo herido, la voluntad mancillada?

Domingo nueve con doce

Vigilancia. Un punto rojo que desencadena todos los patrones de los cuerpos y sus sombras. Un rostro que te ve mientras duermes bajo las cobijas, entre las puertas, entre cada átomo e incierto corpúsculo de aire aspirado, de calle y avaricia. Cuando mientes. Pero no cuando te mienten. Cuando eres el engaño y engañado. Quizás cuando mueres.

Viernes cero con siete

Sólo soplas. Árboles que caen en las noches mientras las calles protegen borrachos dormidos y piernas desnudas. Horas que se filtran por entre ventanas sin ojos y aquellos cuerpos despiertos que cuentan y recuentan las manchas en las paredes. A medio andar saben que no andarán. Se harán una cobija de suspiros por esa noche sin sueño, por ese rato de insomnio.

Lunes tres con cero

Y paredes que te hiciste, cajones de risas apagadas. Aguas de olas enormes y futuras que acabaron la llama que tú mismo soplaste. Te disolviste en tu argumento y la luz blanca de tus ojos enfrentó el diamante y el chasquido. Apareciste entre los matorrales: tendido y sereno. ¿Por cuántas horas las nubes miras?