Acciones

Cómo le faltaban palabras, cómo le faltaba articular correctamente todos los músculos de la boca para poder insultarlo. Quería irse. Se levantó molesta del comedor blanco luego de preguntarle con el cigarrillo prendido y la colilla muy larga, cruzada de piernas aprisionando la punta del pie que tambalea sobre el piso. ¿Lo hiciste? Fue la pregunta. Él estaba mudo mirando con los ojos de cristal de los muñecos. Ella, perdida en el uso de las cuerdas vocales, olvidaba su lengua, el Inglés de medio pelo que había aprendido, los números en Francés. No sabía ya bien cómo respirar por la boca, cómo escupir. ¿Lo hiciste? Le preguntó nuevamente. Silencio.
Con eso le bastó para saberlo. El vacío de esa noche y de ese momento luego de tantas horas de espera, de tantos cigarrillos fumados, del café medio servido en todos los rincones, las sillas sin cuadrar, la ansiedad de quien olvida abrir la ventana para que salga el humo, un piso que se ha caminado sin parar, las lágrimas, el maquillaje corrido por el miedo y la indignación, no podían ser sino augurio de lo inevitable. De saber que el futuro sólo vendría con cuestionamientos morales y pesadillas. Con miedos abstractos y persecuciones aparentes. Que la vida no sería ya la misma que algún día fue.
Respiraba con rapidez. Sabía que no había manera de volver atrás. Se mordía los labios sin poder determinar si estaba molesta con él o con ella o con el maldito ilegible destino que los había llevado a una situación semejante. Miraba de reojo las dos maletas negras que habían comprado el día anterior llenas de afán y que estaban mal cerradas. No quedaba mucho más tiempo. No había tiempo de molestarse o preguntase si había sido lo correcto pedirle a él, a ese pedazo de hombre que tanto daño le había hecho y que tanto la amaba, que se encargara de llevar a cabo el último toque de esa parafernalia que habían creado para huir.
Había reservado dinero en efectivo tanto en dólares como en pesos, tenía sus tarjetas de crédito disponibles, dos tiquetes comprados hacia el Pacífico. Todo estaba en orden, parecía. El miedo podía más. El temor a ser descubierta y no saber cómo responder a su familia, a su esposo, a sus hijos sobre el móvil de semejante aventura. Miró por la ventana el edificio enfrente. La luz amarilla del poste de luz eléctrica entraba por uno de los costados. El vigilante dormitaba. La calle inclinada hacia el Oeste apenas tenía ya dos carros parqueados. Eran las dos de la mañana y habían transcurrido quince horas. Llevaba quince horas esperando. Finalmente, él había llegado y la miraba sin mirar. Estaba sentado frente a ella con esa pequeña barriga aprisionada entre el pantalón y los muslos como de quien, en vez de sentarse, se desparrama en la silla. Le miró el pelo. Las manos. Su callado pero evidente nerviosismo. Había sudado mucho. Se veía el rostro resplandeciente y un par de gotas aún bajando por entre las sienes. Lo odiaba profundamente. Odiaba su estupidez al hablar, su timidez al mirar, su tonta manera de tocarla y comérsela. No soportaba sus ronquidos ni su risa. Pero él la amaba o, cuando menos, lo suficiente para seguirla. Para hacer él lo que ella jamás creía poder.
Respiró nuevamente y volvió a sentarse. Lo miró de frente queriendo leer sus pupilas como una revista de súper mercado. Empezó a abrir la boca lentamente y le preguntó nuevamente: ¿lo hiciste?
Él sólo pudo mover una rodilla en la dirección contraria a la mano de ella, mirando el piso y con los brazos sueltos a cada lado: no, no lo hice.