Bus 491


Te miró. En esa silla roja cuando apenas te subiste. Estabas tú de pie, él sentado. Pagaste los mil quinientos pesos y te diste la vuelta. Él alcanzó a mirarte de reojo. Quizás el culo. Tú hiciste esa cara que siempre haces de no me di cuenta pero como que sí y buscaste en dónde sentarte pero no era posible. Estaba ese bus mañanero de Sábado empaquetado como un canguro con trillizos en donde apenas si se podía respirar y no había espacio ni para un grano de arroz parado. Aun a pesar de los diez grados afuera, dentro de esa caja de sardinas, el vapor de los cuerpos, el dióxido de carbono expulsado en la respiración agitada de los pasajeros, esos dizque treinta y siete grados acumulados, pegados y manoseados, parecía un horno con pollos dando vueltas. Tú sudabas un poco. Habías salido tarde como para variar y habías tenido que correr las dos últimas cuadras para alcanzar a tomar el número 491 en dirección a la Avenida 68. Él quizás se había subido un poco antes. Había logrado esa silla roja que, entre otras, no te cedió. Tú de pie, incómoda pensando que él podía mirarte cómodo y sentado. ¿Qué te miraba? ¿Qué fue eso que te miró que te ponía nerviosa? Eso considerando que apenas si podías mover la cabeza para buscar la de él e imaginarte con una visión casi ingenieríl sobre la ubicación y dirección de sus ojos. Pero te gustaba, ¿no es cierto? Te gustaba un poco esa morbosidad de transporte público que descubriste diáfana una vez te quitaron con rayos de luz la miopía horrible que te acosaba. Ahora percibías con el ojo biónico del cuello, ¿lo percibiste con el ojo espiritual de tus ganas? Y es que claro, seguían y seguían subiendo personas. Más vacas, ¡más! Parecía un carro de payasos lleno de clase media y trabajadora con educación media y estudiada. Te ibas corriendo de a pocos a pesar de los empujones como para no alejarte mucho de él y que te dejara de mirar. Te seguía mirando. Era casi evidente, mejor dicho, empezaste cual James Bond a usar el vidrio de tu teléfono celular para entrever al hombrecito este que te gustaba porque, hay que decirlo, te gustaba o te gustaba la situación en la que te veías envuelta con él. Él pareció darse cuenta porque una vez usaste tu dispositivo telescópico, casi pero que casi, casi inmediatamente, sonrío. Quizás porque él se creía muy atractivo o muy interesante o porque fuiste tú la que primero lo miró sin darte cuenta mientras pisabas los tres escalones para subir a ese bus. Quizás. En esas situaciones en donde hay tantos gallos apretujados todo puede ser, uno no sabe con quién intractúa y resulta amigo de miradas y enemigo de empujones. Había pasado ya una media hora, creo, cuando cerca a la Calle 100 viste cómo, ¿sentiste?, se levantó y fue a la mitad del vehículo en donde tú a trancas y mochas habías llegado infiltrándote en esos pequeñísimos recovecos. Pasó justo detrás tuyo y te susurró algo muy al oído, si duda ningua. Era para ti el mensaje. Tú eras la destinataria de esos códigos soplados. Luego siguió, gritó algo como ¡aquí! ¡jueputa! ¡Qué no oye! Y se bajó. Como estabas justo frente al andén en dónde se bajó pudiste ver cómo se quedó quieto mirando el bus y esperando un momento. ¿Qué esperaba? ¿A ti? Decidiste hacer nada porque eso que te habló en la oreja no lo entendiste. Ni jota. Como una ilusión se desvaneció todo y el resumen de todo eso fue que te miró.

El último.


Algún día he de morirme y conmigo todas estas memorias que son las mías. Algún día se han de morir todos mis recuerdos.

Data

¿Qué será de todo esto? De estos niños que suben a las mesas en los segundos pisos y gritan y juegan con muñecos de Mario Bros. ¿Qué de las siluetas que entreveo? De ese don que conversaba y me explicaba sobre dos hermanos menores y una historia en un pueblo perdido de donde lo sacaron corriendo hacía ya veinte años con sus días y horas. La doña que siempre saluda y pregunta por el don que me llama fijo mensualmente a echar chisme y acompañarse de sí mismo y sus espejos. Se desvanece por cada baldosa que continúa y cada saludo que se pierde en la memoria, en la mía. Cuántas camas he tocado, en cuántos colchones de sábanas y comidas que vienen en bandejas y servilleta de tela. Ella, la última vez, estaba incómoda al ingresar y verme en pijama. Pertenecíamos, parecía tan evidente, a tantas diferencias y tantas humanas casualidades que apenas la sonrisa desdibujó la pereza y esa incomodidad y se perdió en el corredor de alfombra roja en donde nunca he de verla nuevamente o conscientemente nuevamente. Hubo una  que en el primer piso de esa mole de cemento que me recordaba al Minotauro y su desgracia y que se río de alguna bobada mía colgado en el mueble y que no pretendía sino manifestar una queja al aire y el vapor colado. Cuántos que llegan sin dejar marca y se van. Cuántos sonidos de fondo e imágenes y palabras y juegos de palabras y canciones y risas y espacios vacíos que con miedo caminé y que se iluminan y se oscurecen y quizás se llenan vaciándose para asustar a alguien que nunca supo que yo estuve ahí sintiendo ese temor inexplicable que nos empuja a caminar rápido y mirar de lado a lado. Cuánta memoria tiene el universo que acumula todos los sucesos. Yo apenas puedo con unos pocos míos y quiero dormir sin sueño ni pesadilla en un eterno por siempre para siempre en donde todo esté presente y perceptible y no haya que preguntar porque las respuestas nunca se fueron para volver con moño rojo escondidas, esperando ser llamadas, encontrandas, violadas. Un punto entrópico en que todo converge a una voz que me habla sin sonido dentro de mí y me indica qué escribir mientras mis dedos pulsan y construyen códigos que brotan de las entrañas de mi infancia y mi primera lengua. Ahora acostado con un aparatejo sobre mis piernas. Hace poco usaba esferos. Ahora, sólo me sirven para firmar y unas pequeñas notas.