Invierno.


Hace frío. Hace todo el frío.

La nieve cae y golpea el cemento abriéndole grietas.

Se congelan hasta los recuerdos.

El viento es sólido y pasa sagaz como el más diestro sable.

Y yo, reclinado, miro por la ventana como un perro: corriendo la cortina con la pata.

Alguien corre y hulle. Un estruendo. Un golpe fatal. La blancura celeste lo derriba y cae como caen las piedras grandes. Uno menos.

Uno más que quedará perdido de los registros de quien va y de quien viene. Del que nadie hablará más en presente.

La cobija antártica habrá de preservarlo para los ojos siniestros de un mañana lejano. Lo habrán entonces de conservar en el baúl de algún sótano. Quizás en una caja de vidrio y los niños pagarán por verlo y pagarán por bostezar.

Se quedará para siempre con la mirada espantada de la muerte que llega lenta. Que acosa cada poro. Que aplasta como el martillo los huevos.

Parece huir otro. Otro que besará la congelada criatura que ya será.