Pero ya, es ya.


Pero claro, qué simple resultó ser. Qué mal que así sea. Pero es.

La respuesta era bien conocida y aunque intentando ocultarse entre noches de fiesta, días de trabajo, noches de sueño, días de bus y filas y bancos y diligencias y mercados y cuentas por pagar y deudas y préstamos y risas y conversaciones y baños y cuartos y oficinas y profesores y estudiantes, todo se resumía a un si, ok, ¿así?, si, también. Silencio y adiós.

No cabe duda de que todo aquello que arriva en el paquete de la inmediatez le da al viento el chance de volver y sentarse de nuevo. De hacerse el vecino alegre. La señora de la tienda que siempre saluda y sonríe. El taxista que resume el día en una carrera. La señora de ciento cuarenta y tres años que sonríe y es bella y pura. ¿Qué se habrá de comer? Lo importante es determinar con qué se va a celebrar.

Que vengan todos los festines que terminan en pelea y todas las mareas. Las olas que parecen manos cacheteando caras infelices, las tormentas que hunden las casas de madera y quiebran todos los vidrios y levantan todas las faldas, la nieve que evita que cierres los ojos, la que te hace resbalar a cada paso, la que te deja apenas respirar ese vapor helado y sombrío con esa soledad pesada que resulta el frío extremo y sus alientos. Todos los siniestros silbidos de los árboles. Las largas caminatas en medio de la nada. Las lenguas sin lengua. Las palabras sin sentido. Que llegue todo. Que llegue ya.

Que nada importa esta noche. Que mañana es mañana y que me emborracho hoy.

Mejor dicho: ya, es ya.

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